Pasé por la calle Cinco de Junio, en el añorado barrio Cuba, y desde una ventana de rejas torpes apareció infinita y poderosa la voz de Daniel Santos: Virrrrrrgen de medianoche... Cantar inmortal, infinito. Y me acordé, tarde, pero me acordé, de que febrero es el mes de su cumpleaños, y rápidamente las ganas de correr al bar de Cortijo me invadieron.
Sin embargo, no fue posible, lo único que hice fue pensar en El Jefe y en el prodigio inmenso de su garganta, su estilo único e irrepetible, el arrastre violento y motorizado de las erres, y el invento –tan suyo– de las oes larguísimas por donde ahora nadie se atreve.
Publicidad
El Inquieto Anacobero fue el primer cantante de la Sonora Matancera. Pero su vida es leyenda pura. Antes de la Sonora había actuado en la Cadena Radial Suaritos, donde ganaba mil dólares al mes y alternaba con Toña la Negra y otros artistas de fama internacional.
Al principio cada músico de la Sonora ganaba diez centavos y durante los primeros seis meses Daniel tuvo que pagarles de su sueldo. Después consiguió que le pagaran 25 dólares a cada uno por grabar en programas auspiciados por una marca de cerveza. Pronto llegaron al tope de la fama internacional y empezaron a ganar mucho dinero. Era 1948 y los primeros éxitos fueron El corneta y Carolina Caro.
Publicidad
Como buen caribeño, Daniel Santos confundió a menudo la vida con la leyenda, la realidad y la fantasía se cruzan hasta un grado indiscernible. Para todos sus fans siempre será mujeriego, borracho, pendenciero y jugador.
Pero, antes de todo eso, en 1930, sus padres se trasladaron desde Puerto Rico a Nueva York, en busca de mejores posibilidades para vivir.
Hijo de un carpintero y de una costurera, se crió junto a sus tres hermanas en el barrio Trastalleres en Santurce, San Juan de Puerto Rico.
La estrechez económica de la familia no le permitió estudiar formalmente, tuvo que salir a la calle a limpiar zapatos, a vender aguacates o huevos, según la demanda.
En una de sus biografías dice: “un grupo de amigos vivíamos de hacer trampas con las barajas y el billar, en ese ambiente, una vez recibí una puñalada que casi me manda p’al otro lado. Volví a limpiar zapatos, a vender hielo y carbón”.
Así juntaba los tres dólares para pagar la renta de un cuartito. En realidad sobrevivió, pues también, según él, “robaba, vendía licor clandestino y chuleaba a las mujeres...
Más tarde barrí calles y destapé cloacas, pero soñaba con ser cantante”.
La suerte le llegó en el mismo edificio donde residía. Allí lo oyeron cantar los integrantes del Trío Lineo y lo incluyeron en su grupo.
En 1932, el compositor puertorriqueño Pedro Flores tuvo referencias de él y lo convenció de que se vinculara al Cuarteto Flores. Grabaron en esta época para el sello Decca.
La primera canción que imprimió en los acetatos fue Qué te pasa que no se te ve. Siguieron luego Tú serás mía, Esperanza inútil, Prisionero del mar, Borracho no vale, Yo no sé nada, Irresistible, Olga y Linda, uno de sus más grandes éxitos.
En febrero de 1941 grabó un bolero que le dio mucha popularidad: Despedida, grabación por la cual Pedro Flores le pagó 9 dólares. La última canción que grabó para el Cuarteto fue Hay que saber perder.
Cantó posteriormente con la orquesta de Xavier Cugat en el Waldorf Astoria, hasta que tuvo que alistarse en el Ejército de los Estados Unidos. Pero no soportó la disciplina militar y se fugó. Decidió luego entregarse y después de cumplir el castigo, lo enviaron a la isla hawaiana de Mauí, donde cumplió dieciséis meses de labor recreativa entre las tropas.
Al regresar a Nueva York en 1946 estaba en los primeros planos de popularidad.
Montó un bar restaurante en Broadway pero le fue muy mal en el negocio y terminó cantando canciones mexicanas vestido de charro en el Greenwich Village.
Paseó su arte por República Dominicana, México, Venezuela, Colombia, Ecuador, Perú, Chile. Viajar, cantar, opinar, fue lo suyo. No hay mapa para sus pasos perdidos.
Alguna vez dijo también: “Yo no creía ni en la luz eléctrica.
Lo mismo que le decía al policía se lo decía al presidente. Cosas de juventud, m’hijo. Caí en la cárcel más de cien veces; tuve infinidad de mujeres; estuve en el pleito de los cubanos del lado de Fidel. He tomado mucho licor; he inhalado cocaína; me he casado doce o trece veces, ya no me acuerdo. ¿De qué me voy a arrepentir, chico? Me arrepiento de lo que no hice”.
En 1956 vino a Guayaquil y se presentó en el teatro Apolo (aquella época en Seis de Marzo entre Aguirre y Clemente Ballén). Luego de cantar El sofá, se quedó sin voz debido al consumo de cerveza.
El público por poco incendia el teatro. Daniel fue llevado al Cuartel Modelo, donde el comisario, Pedro Yagual, lo sentenció a cuatro días de cárcel y treinta sucres de multa.
Y es aquí, donde compuso dos canciones que aumentaron su fama: la guaracha Cataplum pa’ dentro anacobero y el bolero Cautiverio.
PARA SABER
Daniel Santos Betancourt nació en Santurce, San Juan de Puerto Rico, el 6 de febrero de 1916 y murió el 27 de noviembre de 1992 en Florida. Famoso por su amor a la música, mujeres y el alcohol fue uno de los grandes de Latinoamérica del siglo XX.
Se casó 12 veces, grabó más de 700 canciones en 300 LP.
Se lo conoce como El Inquieto Anacobero, que en la mitología cubana quiere decir diablillo y también como El Jefe (The Boss, antes de que Bruce Springsteen siquiera naciera).
Muy querido en Guayaquil, lo metieron en la cárcel varias veces. Fue compadre de Julio Jaramillo y hasta grabaron un LP dentro de una cantina.
Su figura inspiró a Gabriel García Márquez, quien lo menciona en su obra Relato de un náufrago. Su vida y época son el tema de la novela Vengo a decirle adiós a los muchachos, de Josean Ramos, y tambien del libro La importancia de llamarse Daniel Santos, de Luis Sánchez, y El Inquieto Anacobero, de Salvador Garmendia.