Orígenes fue un experto en Teología que vivió hace dieciocho y pico de siglos. Según dicen quienes lo conocen bien, con la ayuda de taquígrafos, copistas y calígrafos, escribió nada más que seis mil potentes libros. Lo cual indica, sin lugar a dudas, que por lo menos era laborioso.
Tuvo una vida de asombro. Al ser hijo mayor de una familia nutrida, cuando mataron a su padre en la persecución del emperador Severo, se hizo cargo de sacar a todos adelante. Para ello, con solo dieciocho años, se dedicó a la enseñanza. Y fue tan grande su sabiduría que a los veinte le nombraron director de la Escuela Catequética de Alejandría. Pero el joven doctor, interpretando estrictamente lo que dice hoy el evangelio, con buenísima intención pero sin seso alguno, se castró a sí mismo.
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Entonces comenzaron sus desgracias. Primero le acusaron de enseñar a los obispos siendo laico; después, como un obispo manga ancha le ordenara de presbítero, fue excomulgado tres veces por irregular; y, por último el doctor ya no tan joven, establecido en un lugar donde el obispo, con tal de que pusiera por escrito su sabiduría, le admitió entre los suyos, acabó su ajetreada vida de manera inesperada: a causa de lo que le hicieron los romanos en la persecución de Decio.
Lo que afirma hoy el evangelio (y que fue mal entendido por Orígenes) es exactamente lo siguiente: “Si tu mano te hace caer, córtatela: más te vale entrar manco en la vida, que ir con las dos manos al infierno, al fuego que no se apaga. Y, si tu pie te hace caer, sácatelo: más te vale entrar cojo en la vida, que ser echado con los dos pies al infierno. Y, si tu ojo te hace caer, sácatelo: más te vale entrar tuerto en el reino de Dios, que ser echado con los dos ojos al infierno, donde el gusano no muere y el fuego no se apaga” (Cf. Marcos 9, 38-43, 45, 47-48).
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Ante este error brutal de la autocastración, usted y yo nos preguntamos: ¿cómo un sabio tan indiscutible no advirtió que las palabras de Jesús, recogiendo una verdad fundamental de la moral cristiana, no podían ser interpretadas literalmente?
Quizás el apasionamiento de su juventud tuviera mucha parte en su equivocación. En todo caso, su mutilación nos sirve a usted y a mí para reflexionar sobre la audacia de leer la Biblia sin que nadie nos enseñe su sentido.
Si cada lector se fía únicamente de propio juicio, se llega fácilmente a disparates y a fracturas progresivas de la comunión. Y por ello el Espíritu Santo, buen conocedor de nuestras deficiencias, quiso que la Iglesia fuera la encargada de enseñarnos con autoridad lo que nos dice la Biblia.
Nos advierte el Catecismo de la Iglesia: “El oficio de interpretar auténticamente la palabra de Dios, oral o escrita, ha sido encomendado solo al Magisterio vivo de la Iglesia, el cual lo ejercita en nombre de Jesucristo, es decir, a los obispos en comunión con el sucesor de Pedro, el obispo de Roma”. Y añade a renglón seguido: “El Magisterio no está por encima de la palabra de Dios, sino a su servicio, para enseñar puramente lo transmitido, pues por mandato divino y con la asistencia del Espíritu Santo, lo escucha devotamente, lo custodia celosamente, lo explica fielmente, y de este único depósito de la fe saca todo lo que propone como revelado por Dios para ser creído”.
Orígenes no tuvo en cuenta al Magisterio. Por eso dio aquel paso lamentable.