El famoso místico Ibrahim Adham entró cierta vez en el palacio del gobernante local. Como era muy conocido en la región, ningún guardia osó detenerlo, y consiguió llegar a la presencia del soberano.
– Me gustaría pasar la noche aquí, dijo.
Publicidad
– Pero esto no es un hotel, respondió el rey.
–¿Puedo preguntar quién era el dueño del palacio antes que vos?
Publicidad
– Mi padre. Está muerto.
– ¿Y quién era el dueño, antes de vuestro padre?
– Mi abuelo. También está muerto.
– Entonces este es un lugar donde las personas se quedan un poco y después se van. ¿No es lo mismo que un hotel?
Respetando el valor y la sabiduría de Ibrahim Adham, el rey permitió que se quedara hospedado allí el tiempo que quisiera.
El coraje del monje
Un rey llamado Nobushinge se acercó al maestro Zen Hakuin y preguntó:
– ¿Es que existen el infierno y el paraíso?
El maestro permaneció callado. El rey insistió algunas veces, hasta que Hakuin dijo:
– ¿Quién es usted para venir a perturbar así mi tranquilidad?
El rostro de Nobushinge enrojeció de rabia:
– ¡Soy un rey, el señor de todas estas tierras!
– ¡Qué rey más idiota!
¡Viajar desde tan lejos para hacer una pregunta estúpida!
Nobushinge comenzó a desenvainar su espada.
– ¡Ah! ¡Entonces usted está armado!, rió el maestro Zen. ¡Pues apuesto a que esta espada está ciega y herrumbrada!
– ¡Ya verás!, bramó el rey. ¡Mi furia es como el infierno en la tierra!
El maestro Zen se abrió el kimono y mostró el pecho.
–¡Vamos! ¡Acabe con mi vida! ¡En cuanto esta espada toque mi corazón, estaré en el paraíso!
Hubo un momento de silencio. El maestro miró fijamente a Nobushinge:
– Bien, ¿he respondido a su pregunta? El infierno es perder el control a pesar del poder. El paraíso es mantener el control, a pesar del miedo.
El viajero silencioso
El gobernador y su comitiva estaban en un tren cuando notaron, en el mismo vagón, a un señor mal vestido, con los ojos cerrados. Alguien quiso alejarlo de allí, pero el gobernador lo impidió: aquella criatura serviría para distraerlos durante el viaje.
Provocaron al hombre durante todo el trayecto, con bromas y humillaciones. Cuando llegaron a la estación, sin embargo, vieron que mucha gente había acudido a recibir al extraño; se trataba de uno de los más conocidos rabinos de América, cuyos seguidores habían ayudado a elegir al gobernador.
Enseguida se dio cuenta de su error. Arrimándose en un rincón pidió:
– Perdona nuestras bromas y bendícenos, rabino.
– Puedo bendecirte, pero no puedo perdonarte. En aquel tren yo estaba, sin querer, representando a todos los hombres humildes de este mundo. Para recibir el perdón, recorre la tierra entera y arrodíllate delante de cada uno de ellos.