La pandemia por el COVID-19 en el mundo desde hace un año marcó dolor, pérdidas de familiares y amigos, económicas (negocios quebrados, desempleo), y de la libertad porque no podemos realizar actividades rutinarias que antes nos parecían normales.
Soy enfermera profesional y en ejercicio de la docencia. He podido ver a mis colegas todo este tiempo, valientes, continúan al pie de la batalla. Llegan vestidas de blanco, con el don de servicio y la vocación para cuidar a extraños, portadores de un virus tan incierto, tan espeluznante por la capacidad de destrucción y la alta contagiosidad que a cualquiera provoca miedo. Sin embargo, las enfermeras no desertaron, no abandonaron el barco. Al contrario, se refugian en sus compañeros de trabajo buscando esperanza, contando algo diferente con tal de hacer las horas de guardia menos estresantes. Se despojan de sus papeles de esposas, madres, hijas para ponerse el traje y dejar el miedo a contagiarse y a contagiar a sus seres amados. Los turnos cambiaron, trabajan 24 horas donde no beben, no comen, para no usar los baños, por el contagio. Sus manos que siempre han estado dispuestas a dar a quien necesita una palmada en el hombro; están resecas de tanto lavado con jabón, alcohol, gel. Incluso sus caras poseen marcas de la presión por las mascarillas llevadas tan perfectamente ajustadas, porque son responsables con ellas y los demás.
Ahora en la vacunación trabajan más de 12 horas al día (a nivel mundial las enfermeras aplican las vacunas), inoculando la esperanza de terminar con la pandemia. Se necesita el reconocimiento del Ecuador a la noble labor, ser reconocidas como profesionales, no solo como ayudantes de médicos y oportunidades académicas con maestrías, salarios y beneficios laborales dignos. (O)
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Joicy Anabel Franco Coffre, licenciada en Enfermería, docente; Guayaquil