La noche del 31 de octubre, Samborondón colapsó por una grave congestión vehicular. El origen fue una fiesta en una urbanización privada situada en la vía principal. A ello se sumó la apatía de quienes, pese a ver el desorden, no hicieron nada para aliviar las molestias.
En este caso, la responsabilidad nace de una fiesta privada. Pero el mismo caos y la misma apatía se repiten a diario en la vía principal. En esos casos, la responsabilidad recae en las autoridades del cantón, que han permitido que el desorden vial y la falta de control se vuelvan la norma. Ambos problemas tienen un punto en común: Samborondón necesita un alcalde.
Desde el traspaso de la competencia de la avenida y con la promesa de un “plan maestro vial”, este tramo de apenas 10 kilómetros parece ser la basílica de la Sagrada Familia del Gran Guayaquil: una obra eterna, inconclusa y siempre en reparación. Vivimos entre bacheos constantes, retornos inseguros, falta de señalización, desniveles peligrosos, readecuaciones interminables e improvisadas, un ciclo de trabajos y arreglos en las mismas áreas de siempre. Ninguna de estas obras cuenta con información sobre el contrato, contratista, plazos o responsables.
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No podemos seguir naturalizando el desorden ni el maltrato al ciudadano, ya venga de vecinos que organizan fiestas sin prever sus efectos o de autoridades que, tras más de seis años en funciones, no han mejorado la gestión del tránsito. La administración municipal ha demostrado que no puede con lo básico. Necesitamos un alcalde para Samborondón. (O)
José Francisco Acosta Zavala, Samborondón

















