En estos tiempos, seguramente, tenemos un ser amado que ha partido de este mundo no solo a consecuencia del COVID-19, sino por el colapso del sistema sanitario que impidió atender otras emergencias.

Es común en las limitadas reuniones familiares comentar la ausencia de amigos, padres, hermanos, compañeros de trabajo, vecinos, etc. En mi caso perdí a mi madre, aunque físicamente no está la concibo eterna porque la hondura del corazón describe el vacío. ¿Cómo llenar ese espacio? Conforme pasan los días, meses o años, acompañan al vacío dos buenas amigas: la paz y la esperanza. Los pensamientos inevitables hacia ese ser también nos permiten ver que cumplió su noble misión en su transición por la vida terrenal. Una especie de aliciente que forja fortaleza en quienes sufrimos su ausencia, es identificar el legado dejado por la persona y rememorarla en el día a día. Es probable que lo segundo sea más llevadero; lo primero, pido la gracia de Dios para que alimente de paz mi corazón. A futuro percibo un corazón con un hoyo menor y lo que falte, mientras yo exista, será completado con el nombre de mi madre. Revivamos las virtudes y ejemplos dejados por los seres amados que físicamente no están, pero dejaron huellas en su paso porque fueron instrumentos del Señor, para mejorar o rectificar el rumbo de nuestra existencia. (O)

Mery Barzola Jiménez, licenciada en Comercio Exterior, Daule