La Sentencia 52-25-IN/25 de la Corte Constitucional del Ecuador es un fallo de gran relevancia jurídica y política que declaró la inconstitucionalidad total por la forma de la Ley Orgánica de Integridad Pública (LOIP), conocida mediáticamente como la “Ley Frankenstein”. Esta decisión no es una derrota para el Ejecutivo ni una victoria para la oposición. Es, en realidad, una lección fundamental y necesaria sobre el pilar que sostiene a toda democracia: el respeto a las formas. La pelea del Gobierno no debería ser contra la Corte, sino contra la improvisación y el desdén por los procedimientos que convirtieron una oportunidad histórica en un fracaso estrepitoso.
El país perdió. Perdió una valiosa oportunidad de modernizar un sistema de contratación pública vulnerable a la corrupción, no por la decisión de un tribunal, sino porque el Poder Legislativo, con la anuencia del Ejecutivo, optó por los atajos en lugar del camino correcto. Y ese camino, en un Estado de derecho, no es un mero formalismo. Es la democracia viva, la garantía de que las leyes que nos rigen son fruto de la deliberación y no de la imposición apresurada.
La Corte Constitucional, en su rol de guardiana de la Constitución, no juzgó si las reformas eran buenas o malas. Su fallo se centró en dos vicios mortales que deslegitimaron todo el proceso. Primero, la flagrante violación al principio de unidad de materia, consagrado en el artículo 136 de la Constitución. Un proyecto que nació para reformar la contratación pública se convirtió en un “mosaico jurídico”, un “monstruo legal” que mezclaba sin coherencia alguna temas penales, laborales, de justicia juvenil y regulaciones financieras. Se intentó pasar de contrabando más de quince reformas en un solo paquete, bajo el paraguas de la “urgencia económica”.
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El segundo vicio, quizás más grave, fue el sacrificio del debate democrático. Se introdujeron cambios sustanciales a última hora, en pleno segundo debate, y se votó todo en bloque, omitiendo el paso crucial de devolver el texto a la comisión especializada para su análisis, como manda la Ley Orgánica de la Función Legislativa. Este atajo impidió un debate real, informado y pormenorizado, dejando a los asambleístas y a la ciudadanía sin la posibilidad de conocer y discutir a fondo lo que se estaba aprobando.
Frente a estos grandes cambios que requiere el país, la Asamblea Nacional quedó pequeña. La urgencia, aunque real, no puede ser un pretexto para la improvisación. El fallo de la Corte no es un capricho; es un recordatorio contundente de que las reglas del juego democrático están para cumplirse. Descalificar al guardián de las garantías constitucionales porque no convalida un proceso viciado es un error. No se puede, a la fuerza, querer que las leyes pasen así violenten deberes y principios constitucionales.
Hay que aprender en el camino. Este episodio debe servir para entender que las cosas deben hacerse bien desde el principio. No es suficiente tener buenas intenciones; simplemente hay que tener claro cómo se llega al cielo. El camino hacia una gestión pública íntegra no puede construirse sobre cimientos inconstitucionales. El Ejecutivo tiene ahora la oportunidad de reenviar sus reformas, pero esta vez de manera ordenada, respetando la unidad de materia y fomentando un debate legislativo transparente y riguroso.
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Ecuador necesita, con urgencia, reformas profundas de integridad pública. El país demanda modificaciones a las leyes vulnerables a la corrupción, especialmente en la contratación pública, donde procedimientos como la subasta inversa, el catálogo electrónico y las ferias inclusivas buscan mayor transparencia y agilidad. Asimismo, es imperativo mejorar la calidad del servicio público.
El camino para llegar al cielo –un Estado íntegro y eficiente– no puede construirse sobre cimientos inconstitucionales, violando principios como la unidad de materia o sacrificando el debate democrático.
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En democracia, la forma es, y siempre será, el fondo. (O)
Raúl Ernesto Santamaría Salazar, abogado, Guayaquil