El pasillo llegó para quedarse en América, arraigándose en países como Ecuador, Colombia, Perú, Venezuela y Panamá. Cada región lo desarrolló con rasgos propios, sin perder su esencia: ser un ritmo sentimental, tierno y bailable, caracterizado por un paso corto de apenas treinta y cinco centímetros, de donde proviene su denominación de “pasillo”. Con el tiempo, más que un baile, se convirtió en un canto aún vigente.
Este género es una adaptación del vals europeo y trascendió al continente americano en medio de las luchas por la independencia, otorgando aires de libertad en un trance histórico de dominación. Esa libertad no significó únicamente la ruptura de fronteras y tratados, sino también la revelación del “hombre nuevo”, capaz de manifestar sin temor su yo interno, antes reprimido.
En Ecuador, el pasillo adquirió un carácter lírico y melancólico. Poco a poco se nutrió de ritmos vernáculos, como el yaraví y el sanjuanito. De igual manera, la corriente literaria modernista aportó con su poesía a la creación de pasillos emblemáticos: El alma en los labios, de Medardo Ángel Silva; Para mí tu recuerdo, de Arturo Borja Pérez; e Invernal, del poeta laureado José María Egas, son algunos ejemplos.
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La temática del pasillo suele girar en torno a las costumbres de la época: una educación conservadora, en la que la autoridad de los padres determinaba el porvenir de los hijos, impidiendo muchas veces que una relación amorosa prosperara o que un sueño se concretara. A ello se sumaba la falta de comunicación, pues no existían los medios de hoy. Los ‘wasaps’ de aquel tiempo eran las serenatas, las cartas de amor o los niños mensajeros, siempre bajo el temor de que, si uno de esos medios fallaba, todo quedara en el olvido.
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La respuesta artística fue clara: el poema hecho canción y la canción transformada en pasillo. No obstante, el progreso, los sentimientos humanos permanecen: el amor de ayer no es distinto al de hoy; la melancolía y la tristeza persisten, aunque en otros contextos que siguen inspirando al poeta. Así, el verso y la música del pasillo encierran un valor estético cargado de sensibilidad humana, que interpela aún en medio de teléfonos celulares, computadoras y recursos tecnológicos.
El efecto emocional que produce escuchar un pasillo resulta innegable. Basta con evocar títulos como El aguacate, de César Guerrero Tamayo; Romance de mi destino, de Abel Romeo Castillo; Juramento, de Ismael Pérez Castillo, entre tantos otros de incalculable valor. Cada canción surgió con su anécdota, su luz propia y la legitimidad de ser producto nacional.
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Del mismo modo, no puede dejar de mencionarse a sus más reconocidos intérpretes: Olimpo Cárdenas, Lucho Bowen, Hilda Murillo, Fresia Saavedra, Pepe Jaramillo, Los Hermanos Miño Naranjo y, por supuesto, el Ruiseñor de América, Julio Jaramillo. En homenaje a este último, cada 1 de octubre se conmemora el Día del Pasillo, fecha motivada por su natalicio.
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Entre los principales compositores de pasillos ecuatorianos figuran Francisco Paredes Herrera, Segundo Cueva Celi, Salvador Bustamante Celi, Miguel Ángel Casares, Nicasio Safadi, entre otros.
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En medio de la actual “cuarentena cultural” que atravesamos, resulta urgente difundir con mayor fuerza el pasillo, con el fin de preservar su esencia poética y su herencia cultural, legado invaluable que nos pertenece como nación. No en vano, en 2021, la Unesco reconoció al pasillo ecuatoriano como Patrimonio Cultural Inmaterial de la Humanidad, destacando su importancia musical y social.
El pasillo no es solo música: es memoria, identidad y sensibilidad colectiva. Al escucharlo, no solo oímos melodías antiguas; sentimos en ellas la voz de un pueblo que aprendió a cantar sus penas y amores, a llorar con dignidad y a celebrar la vida con ternura. El pasillo es, en definitiva, la poesía hecha música del alma ecuatoriana. (O)
Rosa García Ronquillo, abogada, Guayaquil