Guayaquil asiste al surgimiento de una nueva especie urbana cuyo crecimiento es tan acelerado como alarmante: el homo motoagresor. No se trata solo de motociclistas imprudentes, sino de un fenómeno social claramente identificable: un híbrido entre humano agresor y vehículo a motor de dos ruedas, que ha hecho de la infracción sistemática su forma habitual de desplazamiento.
Este espécimen circula a altas velocidades, zigzaguea entre los automóviles con temeridad suicida, transita en contravía como si la ley fuera optativa, invade aceras y ciclovías, se apropia de zonas restringidas y convierte pasos peatonales –incluso elevados– en simples obstáculos. No es una percepción aislada ni una exageración retórica: es una escena cotidiana en la ciudad.
Conviene aclararlo, este comportamiento no nace de la potencia de la motocicleta, sino de la certeza de la impunidad. El homo motoagresor actúa así porque sabe que nadie hará nada. Ni las autoridades de control, ausentes o rebasadas, ni una ciudadanía que, atemorizada por la violencia o agotada por la reiteración del abuso, ha optado por mirar a otro lado.
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Esta conducta no apareció por azar. Es el resultado directo de años de tolerancia institucional, de la falta de control efectivo, de operativos esporádicos más orientados a la foto que a la corrección del problema, y de un progresivo debilitamiento del principio de autoridad. Cuando la norma no se hace cumplir, deja de ser norma.
El efecto es profundo y peligroso: la calle está dejando de ser un espacio público compartido para convertirse en un territorio sin reglas, donde impera la ley del más audaz –o del más agresivo–. En ese contexto, peatones, ciclistas y conductores respetuosos pasan a ser ciudadanos de segunda categoría.
Si las autoridades no asumen con decisión su rol de control y sanción, y si la ciudadanía no recupera la convicción de exigir orden, el homo motoagresor no será una anomalía, sino el modelo dominante de convivencia vial. Y entonces no habremos perdido solo el orden del tránsito, sino algo mucho más grave: la noción misma de ciudad como espacio de coexistencia.
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Porque cuando la calle se convierte en un lugar sin reglas, la ciudad deja de ser ciudad y se reduce a un simple flujo de máquinas en movimiento, desprovisto de respeto, límites y alma. (O)
Arnoldo Alencastro Garaicoa, ingeniero civil, Guayaquil


















