Desde mis más profundas consideraciones, escribo estas líneas con el peso de una preocupación sincera y creciente. Lo hago con la esperanza de ser leído, porque el miedo que hoy me acompaña no es imaginario: es real, es urgente y se ha instalado como una sombra en la ciudad porteña que habito.
Y no hablo solo de la bandera albiceleste de tres estrellas, sino también de la península de la estrella solitaria de Samborondón; de Daule, la nueva estrella ascendente del llano; y de Durán, la estación eclipsada, aún a la espera de volver a brillar.
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Este es el firmamento del Gran Guayaquil. Un cielo urbano que hoy tiembla sobre las aguas de sus propios cauces. Un territorio donde el comercio se ahoga: basta ver el cierre masivo de tiendas. Donde el sistema de transporte público agoniza en su obsolescencia. Donde el miedo crece como humedad en los muros. Y donde el centro, el corazón palpitante de la ciudad, se va despoblando a ojos abiertos, por el uso de edificios como bodegas si no es que de plano están abandonados.
Esto no es una queja dirigida al señor alcalde. Porque, sea cual sea la postura del que lea esto, es innegable que Guayaquil (y aquí hablo de Guayaquil en su sentido no dicho pero asumido por la mayoría: el distrito metropolitano entero) se encuentra en una etapa crítica, una encrucijada entre el renacimiento y la decadencia.
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La incertidumbre de los pescadores artesanales en las costas de Ecuador
Guayaquil está dejando de ser el motor de sueños al que se migraba con la esperanza –y la certeza– de encontrar oportunidades.
El aumento de viviendas y locales en alquiler sin arrendatarios es preocupante. Pero lo es aún más la pérdida del espíritu de los soñadores, aquellos que alguna vez vivieron todos juntos en esta ciudad.
La violencia escolar, un mal que crece sin control
Son muchos los factores que hoy deshidratan esta urbe: la inseguridad –como ya lo dije–, el miedo, la violencia. Pero hay algo aún más peligroso, más silencioso y corrosivo: la falta de innovación. Ese es el látigo que más azota a Guayaquil. ¿Cómo es posible que esta provincia –refiriéndome al Guayas–, siendo la que más consume y produce, no cuente con una empresa eléctrica propia? ¿Cómo se explica que recién ahora, con la construcción del quinto acueducto, se empiece a hablar de agua potable continua para todos? ¿Cómo es que el crecimiento horizontal de la ciudad se ve truncado por la ubicación del aeropuerto? ¿Y cómo es posible que el trabajo se concentre únicamente en la capital del Guayas, obligando a miles a trasladarse desde cantones como Daule, donde el sueldo muchas veces no alcanza siquiera para pagar el taxi o el transporte diario hacia Guayaquil? Es inconcebible.
Guayaquil al no actuar con decisión y profundidad camina directo hacia un estancamiento económico del que tal vez no pueda recuperarse en décadas.
Efectos de la violencia en las personas y la seguridad
Las soluciones existen, y no son nuevas: convertirse en una verdadera metrópolis funcional, modernizar el transporte público, descentralizar el trabajo, garantizar seguridad estructural y, por fin, mover el aeropuerto para liberar el crecimiento urbano.
Y aunque es cierto que se trabaja, muchas veces se nota –se palpa– que no se trabaja con la velocidad que se debería ni con la urgencia que esta ciudad merece. Porque Guayaquil no solo pide obras: pide visión, eficiencia y voluntad política. (O)
Jay Luzuriaga Guerrero, Guayaquil