Cada 2 de noviembre se celebra el tradicional Día de los Difuntos, una fecha que busca honrar la memoria de aquellos seres queridos que han partido, ya sea hacia una mejor vida –según las creencias religiosas– o hacia la nada, dependiendo de la ideología de cada quien. En distintas partes del mundo, esta conmemoración adquiere formas diversas, llenas de rituales y tradiciones únicas que reflejan el vínculo entre los vivos y los muertos.

Día de los Difuntos en Santa Elena

Al pensar en esta fecha, vienen a mi mente recuerdos de mi niñez junto a mi abuela. Cada 2 de noviembre, puntualmente a las ocho de la noche, ella me llevaba al cementerio junto con otros familiares. Nos reuníamos en torno a las tumbas de nuestros seres queridos y, en medio de aquel ambiente solemne, compartíamos anécdotas, risas y silencios respetuosos. Los mayores contaban historias que mantenían a todos atentos, deseosos de escuchar más. Era un círculo de generaciones unidas por la memoria y el afecto, donde el respeto hacia el dolor ajeno y el espacio de cada familia era sagrado. Nos reíamos, sí, pero sin perturbar a los demás. Aquellas eran noches de auténtica conmemoración, llenas de recogimiento y cariño.

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Después de 20 años volví al cementerio un 2 de noviembre, esta vez para visitar la tumba de mi abuela, quien partió hace un año. Quise rendirle homenaje repitiendo aquel ritual que ella misma me enseñó. Sin embargo, al llegar, la sorpresa fue inevitable. Antes de ingresar ya se podían ver varios puestos vendiendo bebidas alcohólicas y personas consumiéndolas sin medida. Gritos, cantos, botellas rotas y bailes desbordados daban al lugar un ambiente de fiesta popular.

Corona de papel

Dentro del cementerio, la escena no era muy distinta. Algunas familias se agrupaban alrededor de las tumbas, pero el recogimiento de antaño parecía haberse desvanecido. Observé a varios jóvenes tomándose fotografías en las lápidas, posando unos segundos y marchándose enseguida, como si el recuerdo de sus seres queridos fuera apenas una excusa para alimentar las redes sociales. Al llegar a la tumba de mi abuela, me encontré con un grupo que había montado una carpa, varios parlantes y un improvisado convivio. La música a todo volumen, el baile y adultos tambaleantes por el alcohol creaban un ambiente tan bullicioso que muchos familiares cercanos optaban por marcharse antes de tiempo.

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Me quedé un momento, en silencio, frente a la tumba de mi abuela. Le di las gracias por haberme dejado tan buenos valores y por enseñarme el respeto hacia el dolor ajeno. Tal vez sea yo quien no se adapta a estos tiempos, o quizá el significado de “honrar” se ha transformado con los años. Aun así, me cuesta entender cómo se puede celebrar la memoria con tanto ruido y tan poca reflexión. (O)

Jean Carlos Moscoso, Guayaquil