La Constitución de 2008 marcó un hito al establecer un ambicioso modelo de “Estado constitucional de derechos y justicia”, una cualificación singular en la región. Sin embargo, esta avanzada concepción ha entrado en una tensión inherente con un persistente “hiperpresidencialismo” ecuatoriano, dando lugar a significativas confrontaciones entre la Función Ejecutiva y la Corte Constitucional.

El modelo de Estado adoptado por el Ecuador se alinea con el neoconstitucionalismo, que implica una profunda “materialización” de la Constitución. En esta visión, los derechos fundamentales son concebidos como principios vinculantes y el propósito central del Estado. A diferencia de la “teoría pura del derecho” de Hans Kelsen, que buscaba desvincular el derecho de la moral, el neoconstitucionalismo ecuatoriano incorpora explícitamente valores y principios éticos en el ordenamiento jurídico.

Dentro de este marco, la Corte Constitucional emerge como una institución de vital importancia. Es la máxima instancia de interpretación de la Constitución y de los tratados internacionales de derechos humanos. Sus decisiones son vinculantes, lo que le permite controlar y, en su caso, anular actos de cualquier poder público (Legislativo, Ejecutivo o Judicial) que vulneren preceptos constitucionales o derechos. Los derechos, en este sentido, actúan como límites inquebrantables al poder, incluso frente a las decisiones de mayorías parlamentarias.

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A pesar de esta sólida estructura garantista, el Ecuador ha mantenido una fuerte tradición de hiperpresidencialismo, donde la Función Ejecutiva concentra un poder considerable. La contradicción surge cuando el ejercicio de este poder “choca” con la efectiva promoción y protección de los derechos, ya que el Ejecutivo podría usar sus facultades para limitar o eludir mandatos constitucionales.

La Corte Constitucional, como órgano de cierre del sistema, tiene el rol fundamental de garantizar la supremacía de la Constitución y la efectividad de los derechos, ejerciendo un control sobre todos los actos del poder público, incluidos los del Ejecutivo y Legislativo. La pugna actual es, en esencia, un “choque de funciones” originado en una cultura constitucional que no asimila que los derechos son el “corazón” del Estado y que las garantías están diseñadas para su cumplimiento. Intentar “apagar” la institución que vela por el cumplimiento de las garantías constitucionales no solo destruye a la Corte, sino al sistema constitucional de derechos y justicia en su totalidad.

Para superar esta encrucijada y consolidar un Estado de derechos es indispensable lo siguiente:

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Primero, se debe tomar la Constitución en serio. El apego a la Constitución y la aplicación de sus valores éticos y políticos es una tarea imperativa. Esto implica que ningún interés particular o coyuntural, ni siquiera la seguridad, puede justificar la vulneración de los derechos fundamentales.

Segundo, radicalizar la democracia. Fomentar una auténtica y plural participación ciudadana es crucial para corregir desviaciones y evitar la acumulación de poder. El debate público informado y la toma de decisiones transparentes son pilares de esta democracia.

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Tercero, respetar la independencia judicial. La independencia de la Función Judicial y de la Corte Constitucional es un bastión de la democracia y los derechos. Su función de control constitucional es un contrapeso esencial al poder, y su labor debe ser respetada como garante de la “ley del más débil”.

Cuarto, construir una nueva cultura jurídica. Es necesario transitar de una concepción meramente formalista del derecho a una cultura comprometida con la emancipación y la justicia social, donde la Constitución y la ley sean instrumentos para el bienestar y la dignidad de las personas, especialmente de los más vulnerables.

Solo a través de este compromiso y la comprensión integral de la Constitución, Ecuador podrá avanzar hacia la consolidación de su modelo de “Estado constitucional de derechos y justicia”, asegurando que la ley no solo debe servir para mantener el orden social, sino también para promover la libertad, la igualdad y el desarrollo integral de las personas y la sociedad en su conjunto. (O)

Raúl Ernesto Santamaría Salazar, abogado, Guayaquil

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