Considerado uno de los conflictos más terribles de inicios de este siglo, la guerra en Siria, marcada por una violencia extrema, cumple hoy diez años. En este tiempo el conflicto ha provocado una colosal tragedia humanitaria, y aunque los combates han bajado de intensidad, las heridas siguen abiertas y la paz no se vislumbra cerca.

En 2011 el régimen de Bashar al Asad parecía desmoronarse, arrastrado por la ola de la Primavera Árabe que acabó con dictaduras árabes en el poder desde hacía décadas.

Sin embargo, diez años más tarde y tras una victoria con costos muy altos, Asad, de 55 años, sigue en el poder, aunque al frente de un país en ruinas, ejerciendo una soberanía limitada en un territorio fragmentado por potencias extranjeras, sin ninguna perspectiva inmediata de paz o reconstrucción.

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En 2011, las primeras congregaciones en Siria eran limitadas y tenían como fin apoyar los levantamientos en otros países con revoluciones.

“Instábamos a la libertad y a la democracia en Túnez, Egipto y Libia, pero nuestros eslóganes eran (de hecho) para Siria”, cuenta el militante Mazen Darwiche, de 47 años, en una entrevista telefónica con AFP desde su exilio en París.

Siguiendo el ejemplo de Mohamed Buazizi, el joven tunecino vendedor ambulante que se inmoló y desató la revuelta en el país, un grupo de jóvenes en Daraa fueron los que prendieron la mecha en Siria, con un mensaje en la pared de una escuela: “Tu turno ha llegado, doctor”, en alusión a Asad, oftalmólogo de formación.

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Los jóvenes sirios fueron detenidos y torturados salvajemente, lo que provocó la indignación y alentó manifestaciones masivas. El 15 de marzo de 2011 la movilización se propagó por todo el país con manifestaciones simultáneas.

Ha pasado una década desde aquel día y cerca de 400.000 personas han muerto, según el Observatorio Sirio de Derechos Humanos (OSDH), con sede en Reino Unido y que realiza incansablemente un trabajo de documentación. La mayoría de las 117.000 víctimas civiles murieron a manos del régimen.

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La ferocidad de la represión sorprendió incluso a los opositores más obstinados.

“Nunca pensé que alcanzaría tal nivel de violencia... pero me equivoqué”, dice Darwiche, detenido en 2012, encarcelado más de tres años y torturado por el régimen.

El caos que vivía el país permitió una rápida expansión de una de las organizaciones más sanguinarias de la historia del yihadismo moderno, el grupo Estado Islámico (EI), que proclamó en 2014 un “califato” en las tierras conquistadas a caballo entre Siria e Irak.

La represión sanguinaria de las manifestaciones pacíficas y la expansión de los yihadistas —catalizada por la liberación masiva por el régimen de detenidos afiliados a Al Qaeda— militarizaron la revuelta, que se hizo más compleja con la implicación de varios actores extranjeros.

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La violencia del EI y su capacidad de atraer combatientes de Europa hicieron cundir el miedo en los occidentales, que abandonaron el entusiasmo prudente que había despertado el levantamiento sirio.

La atención internacional se volvió hacia la lucha antiyihadista, en detrimento de los rebeldes que combatían las fuerzas de Asad.

Para defender sus intereses respectivos, EE. UU. e Irán enviaron militares a Siria, al igual que Turquía o Rusia, que lanzó en 2015 la operación militar más ambiciosa desde el desmoronamiento de la Unión Soviética, insuflando vigor a un régimen acorralado.

“Éramos muy inocentes cuando empezamos la revolución”, dice Darwiche y reconoce que el régimen y los extremistas tenían “verdaderos socios y enormes recursos”.

La voz de los primeros militantes sirios fue poco a poco acallada. Los apoyos que llegaban del extranjero nunca fueron para ellos.

La mitad de la población de antes de la guerra —unos 22 millones de habitantes— ha huido, el mayor desplazamiento causado por un conflicto desde la Segunda Guerra Mundial.

Una parte de estos sirios vive en campamentos de condiciones deplorables en Siria, y otros, más de cinco millones, han elegido el exilio, exponiéndose a los peligros de la travesía por el Mediterráneo.

En tanto, en Siria, el Gobierno, que ha ignorado todas las condenas internacionales, ha recurrido en estos años a las armas químicas para aniquilar los bastiones de resistencia, a los barriles de explosivos arrojados desde el aire en barrios residenciales y a tácticas medievales de asedio para hambrear a los feudos rebeldes.

Ni los hospitales ni las escuelas se han librado de los bombardeos aéreos. Barrios enteros de Alepo, antiguo pulmón económico e industrial del país, han sido arrasados, al igual que su ciudad antigua y sus zocos históricos, los que forman parte del patrimonio mundial de la Unesco.

Actualmente, el régimen controla en torno a dos tercios del territorio, que alberga a las principales metrópolis. Pero enormes regiones como Idlib siguen fuera de su control.

“Si Asad todavía no controla todo el territorio se debe en gran parte a su intransigencia, al hecho de no haber querido negociar nunca (y) haber querido imponer por la fuerza un regreso imposible a la situación de antes de 2011”, analiza un diplomático occidental.

Desde marzo de 2019 hay una tregua con el régimen, globalmente respetada. Y una nueva ofensiva amenazaría con provocar una confrontación entre Rusia y Turquía.

“La mejor de las peores opciones que hay hoy es un punto muerto prolongado”, dice la investigadora Dareen Khalifa, del International Crisis Group. Una mejora radical de las condiciones de vida de los sirios sería el inicio de una salida del camino trillado, dice. (I)