Desde septiembre, con más profusión en octubre y noviembre e incluso un poco más allá de diciembre, el pregón “¡ciruelas!, ¡ciruelas!” se escucha de manera constante en calles céntricas y barriadas periféricas de la ciudad. Es tiempo de esta fruta que muchos niños y adultos la comen crudas –con sal cuando están verdes– y maduras en jaleas, mermeladas, refrescos y helados.

La ciruela es una fruta bastante arraigada a la memoria y las costumbres del vecindario guayaquileño, pues otrora en quintas, patios y solares de nuestros barrios hubo bastantes árboles que, listos para cosechar, eran la tentación de los chiquillos e incluso de los mayorcitos. Pocos también han sido los vecinos de la metrópoli que evitaron saborearlas.

Qué decir de las escapadas de la escuela y del colegio o de la excursión programada con la gallada del barrio para visitar el Santa Ana y el Carmen en pos de las famosas y exquisitas ciruelas del cerro, que en atrevida acción se solicitaban, tomaban espontáneamente o sin otra alternativa se robaban de aquellas casas con patio y que las cuidaban como preciosa mercancía.

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Desde hace algunos años la urbe también recibe las cosechas de ciruelas de poblaciones hermanas como Petrillo, Juntas, Julio Moreno, Cerecita y otros puntos de Santa Elena y Guayas. Las frutas llegan a los mercados y centros de abastos conocidos, pero también se venden en avenidas, portales, a la entrada de planteles, en los pares que señala el semáforo, etcétera.

Si topa con un puesto de venta de ciruelas o con algún comerciante acucioso que lo tienta con el producto no se prive de paladearlas, pues como es fruta de temporada ya está lista a compartir su presencia con los mangos y otras delicias frutícolas que nos regala esta fértil y generosa tierra a lo largo de todo el año. (I)