Caminaba a paso ligeramente acelerado para sus 71 años, como intuyendo que se hacía tarde, aunque no estuviera consciente de para qué exactamente. Elena solo seguía el ritmo de una ayudante terapéutica que la llevaba agarrada del brazo, con la firmeza necesaria para no dejarla caer.

Se dirigía a una camioneta que la esperaba afuera del Instituto de Neurociencias de la Junta de Beneficencia de Guayaquil, cuyo reloj marcaba las 07:39 y el motor 'rugía' frenéticamente; a pesar del apremio de los ocupantes del carro, faltaba Elena y era imposible partir sin ella. Fue el 16 de agosto pasado.

La embarcaron, no sin antes subir las pocas prendas de vestir que poseía y un lote de medicinas suficientes para dos meses. Y arrancaron. 

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Antes de partir, el guardia de turno pasó lista: Andrés Ashby, psicólogo, al volante; Julia Abad, trabajadora social, en el asiento del copiloto; Gina Pérez, ayudante terapéutica; y Elena, paciente, en los asientos traseros. Así partieron ese día de agosto desde el Instituto de Neurociencias rumbo a Cuenca.

Los cuatro emprendieron un viaje de regreso para Elena, una suerte de boleto de retorno que se hacía efectivo 34 años, 15 días y un par de horas después de que ella fuese dejada en ese mismo punto de partida, por su familia.

“Bendito Dios, llévanos con bien, sensibiliza los corazones de la familia de Elena para que ellos puedan tener ese amor, para que la puedan recibir como ella se merece”, rezó Gina; coro resonó el ‘Amén’ en la cabina.

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Así, encomendados al Padre, partieron. Al paso de los primeros kilómetros comenzaron a repasar por enésima vez el caso.

Elena. 71 años de edad. Usuaria ingresada en el área de emergencias por primera vez el 28 de marzo de 1970. Diagnóstico: esquizofrenia paranoide. Segunda y última inscripción, el 1 de agosto de 1984. Ningún registro de visitas de familiares. Paciente con alta médica, estable clínicamente.

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A falta de parientes se efectúa el traslado a residencia. Habita en la entidad por más de tres décadas por la ausencia de datos sobre familiares para retornar al hogar. Tras una investigación institucional se da con el paradero de los parientes de la usuaria. Se emprende proceso de reinserción.

“Eso es lo que pasa generalmente con los usuarios de la Junta (de Beneficencia), según registros, no tienen familia, pero indagando sí tienen y damos con ella”, asegura Abad, quien fue la encargada de analizar el caso y priorizar las pistas.

“Nosotros dimos por los apellidos. Porque en Cuenca es así, dicen ‘tal apellido es de tal sector’ y por ahí nos fuimos”, añade Julia Abad y relata que en medio de otra reinserción en la misma localidad se abrieron espacio para indagar sobre el caso de Elena.

Ellos dieron con la casa en la que vivía la mamá, una de las hermanas, los sobrinos y los ‘sobrinos nietos’ de la paciente. El caso, hasta allí, estaba casi resuelto.

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Una vez con la familia, Abad les dijo que Elena debía regresar con ellos y los convocó a Guayaquil. Si no iban, recibirían una segunda visita. El viaje en curso correspondía precisamente al retorno anunciado.

Mientras el vehículo se acercaba a Cuenca, un 'coctel' de sentimientos se preparaba en el interior de los tres especialistas. La única imperturbable era Elena, ella disfrutaba apacible del paisaje, de la naturaleza, de la arquitectura. ¿Ellos? Nerviosos, inquietos, pero también confiados en que se quedaría con la familia.

Los tres sabían que la ley amparaba su proceder: el artículo 38 de la Constitución, en el capítulo de Derechos de las personas y grupos de atención prioritaria; y el 153 del Código Integral Penal (COIP), ambos penan el abandono de un adulto mayor, sus posibles repercusiones podría desembocar en hasta 19 años de privación de libertad.

Llegaron a su destino cerca de las 11:30, específicamente al norte de Cuenca; todos bajaron del vehículo, caminaron por un estrecho pasadizo hasta la primera puerta que bloqueaba el acceso y llamaron por el intercomunicador; rabiosos ladridos retumbaron como presagio de un calvario que se aproximaba.

'Que vuelvan dentro de dos horas'

Un adolescente respondió del otro lado del dispositivo negando la presencia de un mayor, que no podía abrir la puerta a extraños, que vuelvan dentro de unas dos horas, que quizás en ese tiempo llegaría su mamá, la sobrina de Elena, dijo.

La respuesta no los hizo desmayar, estaban preparados para un plan B: cruzarían la ciudad hasta otra posible dirección proporcionada por la misma familia.

No contaban con calles específicas, número de lote, manzana o villa; tan solo tenían un barrio y el nombre de la supuesta propietaria; aún así, fueron con todo.

Durante tres horas peinaron más de cuatro zonas distintas, recorriendo algunas hasta por tres veces, pero no lo consiguieron; el tiempo corría, hicieron espacio para la alimentación, solo por simple necesidad; la misión estaba pendiente.

Luego de comer decidieron que volverían a la primera casa, pero dispuestos a lograr la meta a toda costa.

Una vez más estaban frente al intercomunicador, timbraron, pero la respuesta no fue inmediata. El mismo adolescente de la primera llamada respondió una vez más que no había nadie, sin embargo, la sensación de que alguien observaba desde lo alto de una ventana estaba presente. “Esperaremos hasta las ocho, nueve o diez de la noche. En algún momento tendrán que llegar’”, expresó Julia Abad.

Esperaron en la calle, pero el clima de Cuenca no era el mejor aliado. La lluvia apareció agresiva, como si hubiese sido contratada. Eran ya las cinco de la tarde. Julia, Andrés, Gina y Elena buscaron refugio bajo el techo de un vecino que se apiadó de ellos.

El vecino reveló que a quienes buscaban eran dueños del lote en el que se tocaba el timbre y de otras dos propiedades en la misma cuadra, que estaban ocupadas por inquilinos. No eran de recursos económicos, había argumentado la familia de Elena.

En un momento, un vecino advirtió que quien sería el cuñado de Elena cruzaba sigiloso la cuadra, con dirección desconocida. La trabajadora social y el psicólogo corrieron a abordarlo. Ambos lo interceptaron, se presentaron, lo pusieron al día sobre el motivo de su llegada y apelaron a su corazón, pero fue en vano. Para él, las puertas de su casa no se abrirían a un pariente político que “no conoce”.

Familiar de Elena: Me extraña que vengan a botarla acá

“Me extraña que después de 40 años vengan a botarla, ¿usted cree que eso deben hacer?”, dijo el familiar; “Señor, no es nuestra responsabilidad (tenerla). No es nuestra sangre. Es responsabilidad de la familia”, replicó Abad; “Tampoco es nuestra responsabilidad después de cuarenta y pico de años”, respondió el sujeto.

Tras la infructífera charla volvieron una vez más al intercomunicador. Esta ocasión, la sobrina de Elena decidió dar la cara, sin embargo lo único que obtuvieron de ella fue que los acompañara a la otra dirección proporcionada para dejarla. El equipo de reinserción decidió llamar a la Policía para que los acompañe. Llegaron a la otra casa, pero no había nadie. El futuro de Elena parecía no estar seguro en ese vaivén.

La misma sobrina los guió hacia una tercera casa, donde tampoco hallaron respuesta. Tras las falsas pistas, el equipo y la Policía la enfrentaron y le advirtieron que Elena se quedaría con ella y su familia. “¡Ustedes nunca dijeron que iban a traer a esa señora!”, refunfuñó hiriente. Su queja no importó, todos volvieron a la vivienda inicial.

Llegaron. Y por primera vez Elena, después de 34 años, tuvo frente a ella a  quien sería su hermana. No hubo abrazos ni caricias, solo insultos, forcejeos y rechazos. La sangre no llamó a la sangre. La familia había cortado la rama de Elena de su árbol genealógico.

El reencuentro de Elena con su familia, acompañada por las trabajadoras del Instituto de Neurociencias de la Junta de Beneficencia de Guayaquil (foto: Prisilla Jácome)

"Yo no la conozco a la señora. Es casi familia de ustedes porque ha vivido casi toda su vida con ustedes”, exclamó otro de los sobrinos de Elena, pero sus comentarios no bastaron para hacer decaer al equipo. Ellos se esmeraron por proporcionar todas las razones necesarias por las que debían aceptar a Elena, nuevamente.

Una vez que pudieron ver un atisbo de comprensión, la entregaron. Pero Elena no quería, tomó de la mano a uno de los integrantes del equipo y con su cabeza se rehusaba a su futuro.

El nudo en la garganta se hacía más grueso, pero no había tiempo. El equipo tuvo que dejarla. No porque quisieran abandonarla, sino porque la experiencia les había enseñado que solo la familia podría llenar ese espacio que ellos nunca pudieron, ni podrían completar. (I)