El padrenuestro terminó con decenas de puños que golpeaban las palmas de las manos tras un movimiento circular y un “¡Amén!” con pulgares alzados. No se escuchaba una sola voz en la Iglesia Episcopal Santa Cruz de Manhattan. No hacían falta las palabras. Desde el altar, los fieles sordos guiaban a los que pueden escuchar, que desde los bancos de la iglesia repetían en silencio los movimientos de las manos.