La hondura de la amistad rara vez se mide por el tiempo compartido. Nace, más bien, de una secreta coincidencia de principios y valores, de una afinidad profunda que no exige largas pruebas. A veces surge también de la comunión de los sueños, de la predilección por ciertas pasiones —el deporte, la historia, el cine, la música—, esos territorios donde los espíritus se reconocen sin necesidad de palabras.
Silvio Devoto fue uno de esos amigos que llegan para quedarse. Uno de los espíritus más transparentes que he conocido en mi larga vida. Su palabra carecía de dobleces y su mirada conservaba esa limpidez inusual que solo poseen quienes han elegido vivir con coherencia. Y tenía una virtud: su buen humor, que convertía en una comedia de improvisaciones y carcajadas hasta los asuntos más serios.
Nuestra amistad nació al amparo del periodismo, ese oficio ingrato y maravilloso que, de vez en cuando, concede el privilegio de unir generaciones. Yo era apenas un principiante cuando Silvio era ya una autoridad indiscutida en la crónica hípica. No eran tantos los años que nos separaban. Más eran las coincidencias que galvanizaron nuestra firme amistad. Coincidimos a comienzos de los años 60 en el hipódromo Santa Cecilia. Yo, junto con un grupo de amigos piscineros, me atrevía a jugar unos cuantos boletos al ídolo Mar Negro o al histórico Peter Flower más movido por la ilusión que por la experiencia. Silvio, en cambio, ya caminaba esos corredores con la seguridad de quien conoce el pulso íntimo del turf.
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Cada carrera era una lección; cada conversación, una forma de aprendizaje. Nos hicimos amigos muy pronto y gracias a Silvio conocí también a otras figuras notables del periodismo hípico: Richard Jara Luque, Alejandro Muñoz Baquerizo, Ricardo López Manosalvas, Ayis Farah Ferzan, Danilo González Puga, entre otros.
Con Silvio la charla nunca se agotaba en los caballos purasangres ni en la fría aritmética de los aprontes. Era, además, un apasionado del fútbol no solo desde la gradería, sino desde el césped mismo. Había sido campeón juvenil con Barcelona Sporting Club, el equipo de sus amores, y por un tiempo pareció destinado a suceder a Carlos Pibe Sánchez como zaguero central.
Alternó en algunos partidos de la primera serie hasta que apareció Vicente Lecaro Coronel y lo devolvió al banco. Nada podía hacerse frente al Ministro, el mejor defensa central de nuestra historia. Silvio aceptó aquel giro del destino con nobleza, como aceptaba también las derrotas del turf.
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Años más tarde apareció como titular, pero en el despacho presidencial del Ídolo del Astillero, cuando lo eligieron para conducirlo. Otra de sus grandes pasiones fue la historia del fútbol, especialmente el argentino, que conocía con precisión gracias a su lectura temprana de El Gráfico.
Muchas de nuestras tertulias giraron en torno a ese universo mítico y gracias a Silvio —y también a mi padre— escuché las más bellas narraciones del Campeonato Sudamericano de 1947, jugado en Guayaquil, cuando los más grandes cracks de América del Sur coincidieron en una misma cancha y el fútbol alcanzó, por un instante, su edad de oro.
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Pero hubo un territorio aún más íntimo que terminó de sellar nuestra amistad: el tango. Compartimos una admiración casi reverencial por las grandes orquestas que dieron forma a su época dorada: Francisco Canaro, Juan D’Arienzo, Pichuco Troilo, Alfredo de Ángelis, Enrique Rodríguez. Y por las voces míticas que supieron decir el alma rioplatense con verdad irrepetible: Carlos Gardel, el Polaco Goyeneche, Carlos Dante, Edmundo Rivero, Floreal Ruiz.
Amábamos también a los poetas que hicieron del tango una forma mayor de la literatura popular: Homero Manzi, Celedonio Flores, Enrique Santos Discépolo, Julián Centeya, Enrique Cadícamo, Cátulo Castillo y tantos otros que enseñaron a nombrar el amor, la pérdida y la nostalgia con palabras definitivas. En esas conversaciones, hechas de recuerdos y melodías evocadas, el tango se nos volvía una patria íntima y la amistad encontraba su música.
Silvio murió inesperadamente el 30 de marzo de 2020, cuando su libro soñado —en el que había volcado medio siglo de trabajo investigativo, paciente e incansable— estaba a punto de concluir. Cuando la mano ansiosa parecía tocar la meta, el corazón le jugó una mala pasada. Todo lo acumulado en miles de horas de esfuerzo silencioso pareció entonces condenado al olvido, como si el destino hubiera querido negar la culminación de su ideal.
Pero la vida, a veces, concede reparaciones tardías. Como último legado, Silvio Devoto Passano nos dejó una lección profundamente humana: la fe en un periodismo deportivo (hoy tan disminuido moralmente); la certeza de que aún existen la lealtad y la gratitud; la prueba de que la bondad, cuando ha sido sembrada con autenticidad, siempre encuentra manos dispuestas a recogerla.
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Fueron esas manos amigas las que se negaron a que su obra se perdiera. Xavier Muñoz Avilés —periodista hípico por dictado de la sangre— y Nino Casanello Panchana —hijo de un fervoroso amante del turf— decidieron un día tomar el vasto legado documental de Silvio y darle forma definitiva a la obra que hoy conocemos como el Libro de oro del turf ecuatoriano.
Lo completaron, añadieron las ilustraciones que faltaban gracias al enorme archivo de crónicas y fotos que poseen y enfrentaron la tarea más ardua: financiar la publicación de una obra monumental de 800 páginas reunidas en dos tomos. Tan profunda había sido la huella de Silvio en el alma de sus amigos que tres caballeros de la hípica decidieron aportar los fondos necesarios para hacer posible la edición: Antonio Samán Salem, Santiago Salem Kronfle y Efrén Vélez Icaza. El resultado es la obra más completa que un periodista amante de un deporte haya publicado en el país.
El libro fue presentado en el hipódromo Miguel Salem Dibo y Silvio estuvo allí. Presente de otra manera, pero inconfundible en una imagen en la que aparece, con esa sonrisa que parecía tatuada en el rostro, sosteniendo el libro que fue su vida y la suma de su ideal.
En diciembre de 2019, horas antes de viajar a Estados Unidos, mientras caminaba por el portal del hotel Ramada me topé con Silvio. Entramos a la cafetería y charlamos de todos nuestros temas comunes. Le hablé de un ensayo sobre Aníbal Troilo que me había enviado ese gran periodista uruguayo Emilio Lafferranderie (el Veco). Le conté también que en Japón, durante la Copa del Mundo 2002, el Veco me había aconsejado: “Cuando no encuentres un título, búscalo en las letras de los tangos”.
Me conmueve recordar que al levantarnos para despedirnos (no sabíamos que sería para siempre) Silvio recitó una estrofa tanguera: “Fantasmas del pasado / perfumes de ayer / que evocaré doliente / plateando mi sien. / Bandadas de recuerdos / de un tiempo querido / lejano y florido / que no olvidaré”. El Veco tiene razón —dijo Silvio—, no hay nada más poético que un tango.
No pude estar en la presentación del libro, pero Silvio sabe —porque las amistades verdaderas no conocen la muerte— que soy uno de los muchos que celebraron, en silencio y con gratitud, que su sueño volviera a los hipódromos, a la memoria colectiva, al lugar de honra que siempre mereció. (O)































