Han transcurrido 20 años y me hago la misma pregunta de aquellos memorables días en Londres, cuando llegamos como el invitado de piedra y salimos cubiertos de gloria de la mismísima catedral del tenis. La cuestión no es teológica ni filosófica, más bien se trata de la praxis del quehacer diario, del trabajo, del deporte, de la vida per se.

Y es que leyendo y releyendo los artículos y notas que envié a EL UNIVERSO desde Wimbledon aquellos 13, 14, 15, 16 y 17 de julio del 2000 con ocasión de la inolvidable Copa Davis Inglaterra-Ecuador, no me cabe duda que la suma de una serie de hechos impensados y fortuitos permitieron que día a día se vaya construyendo el triunfo de Nicolás y Giovanni Lapentti, Luis Morejón y el capitán Raúl Viver. En esa época el internet era incipiente, no había wifi, tampoco redes sociales, smartphone, y los celulares no tenían roaming. Debíamos reportar por fax o por teléfono fijo. Viajamos hacia la capital británica con una parada de varias horas en Bogotá para transmitir en directo por el pool radial integrado por Atalaya, Caravana y CRE.

Y la realidad, aunque no lo dijéramos en voz alta, pintaba en ese instante como para una paliza de los sajones en su patio.

Con línea física instalada en la cabina n.° 1 del court principal del mítico All England Lawn Tennis and Croquet Club. La serie no se televisó al Ecuador, puesto que la derrota era inminente y ningún canal apostó por comprar los derechos. ¡Para qué gastar plata!, habrán pensado. Junto a los colegas Kenny Castro y Héctor Pauta viajábamos a diario por el Underground (Metro londinense) hasta el exclusivo barrio de Wimbledon, ahorrando hasta el último centavo ya que la libra esterlina casi doblaba en cotización al dólar, que acabábamos de adoptar como moneda en enero de ese año.

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“Sabes que el capitán de los británicos declaró que jugar contra Ecuador, en césped, es como enfrentar a una escuela de niños ciegos”, me decía Kenny sorprendido. Y la realidad, aunque no lo dijéramos en voz alta, pintaba en ese instante como para una paliza de los sajones en su patio. Su raqueta principal, Tim Henmann, era uno de los mejores tenistas de saque y volea del mundo. Su segunda raqueta, Greg Rusedsky, venía haciendo cuartos de final en el torneo de Wimbledon, además de ser el tenista con el servicio más rápido del ATP (149 millas por hora). En cambio, nuestro equipo contaba con un solo jugador top 10, pero especialista en canchas lentas de arcilla como Nicolás, al igual que Luis Adrián, que andaba por el ranking 120. Y Giovanni, con 17 años, era una promesa tenística sin experiencia copera.

No les alargo el cuento. El primer día Rusedsky cayó en cinco durísimos sets ante Nico Lapentti y se lesionó el pie derecho, ante el silencio sepulcral de los flemáticos ingleses. Luego vino Morejón y vendió cara su derrota ante el héroe local Henmann. Íbamos 1-1 al terminar la primera jornada. El sábado 15 de julio Viver, con astucia, puso en los dobles a Giovanni junto a su hermano mayor. Y ante la sorpresa de todos, la dupla ecuatoriana derrotó con autoridad a Henmann y a Arvynd Parmar en un partido de infarto. Pasamos a liderar 2-1, ante la incredulidad general. Finalmente, en la tercera jornada, con más pasión que garganta nos tocó narrar uno de los momentos más emocionantes del deporte ecuatoriano. Cuando un menor de edad como Giova que nunca había jugado un partido de cinco sets y que recién pisaba una pista de césped un mes antes, en el torneo de Halle, se puso el equipo al hombro como los grandes para obtener el punto de oro ante Parmar tras cinco electrizantes mangas. Empezó a flamear el tricolor nacional en plena catedral del tenis y a pesar de la pifia de los hinchas británicos hacia nuestros jugadores, la sorprendente victoria ecuatoriana marco época en la Copa Davis y su Grupo Mundial. Para los creyentes, pero sobre todo para los no creyentes, les aseguro que a los milagros no hay que esperarlos sentados, hay que sudar y sacrificarse para conseguirlos. Hay que darles un empujoncito para que puedan ocurrir. (O)