La proximidad de la Navidad y el episodio de la final del campeonato ecuatoriano de fútbol me impulsaron a leer el capítulo del Génesis sobre la muerte de Abel a manos de su hermano Caín, ambos hijos de Adán y Eva. Según el relato bíblico, estos hermanos presentaron sus sacrificios a Dios en sus respectivos altares; al verlos, Dios prefirió la ofrenda de Abel (las primicias y la grasa de sus ovejas) a la de Caín (dones de los frutos del campo),​ quien enloqueció de celos y mató a su hermano.

¿Qué tiene que ver este episodio con el balompié nuestro? Parecería una comparación forzada, pero no lo es. Emelec y Barcelona, hermanos de barrio, antes adversarios nobles, son hoy enemigos furiosos. No vale un pepino el haber nacido casi al mismo tiempo en las mismas calles del Astillero. Ni siquiera el ser ambos clubes guayaquileños. Sus seguidores, en su gran mayoría, son seres obnubilados por el odio; sus ojos lanzan fuego cuando ven en la cancha o en la pantalla la camiseta rival.

No siempre fue así. Barcelona nació en la esquina de Eloy Alfaro y Francisco de Marcos y su directiva se posesionó el 1 de mayo de 1925 en casa del capitán de altura Eutimio Pérez Arumí, un comerciante catalán que, como muchos de sus compatriotas, apoyaron a los jóvenes que encabezaban Carlos García Ríos, cuñado de Eutimio, Rigoberto Pan de Dulce Aguirre y Manuel Gallo Ronco Murillo Moya, los líderes luego en las canchas y los diamantes. Cincuenta días después, Alejandro Ponce Elizalde, funcionario de la recién instalada Empresa Eléctrica del Ecuador, formaba con empleados y trabajadores un club de fútbol para que participe en los torneos de la Unión Deportiva Comercial. A esa oncena se la llamó Emelec, siglas de la empresa. En 1929, con George Capwell en Guayaquil, se fundó el Club Sport Emelec, ya no solo como equipo de fútbol, sino como institución jurídicamente establecida.

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En las esquinas del populoso barrio del Astillero jamás se produjo una bronca por asuntos deportivos. Nunca hubo rivalidad malsana. En boxeo chocaban los puños de toreros y eléctricos y nadie lanzaba botellas ni bengalas asesinas. Lo mismo pasaba en béisbol, pese a los desplantes y reclamos de Mr. Capwell, especialmente en la década de los años 40. Era tal la hermandad de barrio que en 1932 un símbolo barcelonés Alberto Márquez de la Plata, el famoso Indio Plata, jugaba fútbol por Barcelona y béisbol por Emelec porque los canarios no habían formado aún una novena estable. En otras columnas hemos narrado ya que el lucir una camiseta o un carné de socio no era factor de división. Fue muchos años después que los delincuentes advirtieron que iban a adquirir gran poderío si se agrupaban en ‘barras’, un eufemismo usado para ocultar lo que realmente son: pandillas.

En otros años se privilegiaba el sentido de ciudad y todos queríamos que el campeón sea un club porteño, cualquiera que sea el color de su camiseta.

Cuando se puso la primera piedra del estadio Capwell, Emilio Baquerizo Valenzuela era miembro del directorio del Emelec. Veinte años después fue presidente del Barcelona. Federico Muñoz Medina era el volante central de Barcelona hasta 1945. Al año siguiente se retiró, asumió la presidencia del club y fue quien condujo el proceso de la idolatría. En 1959 fue presidente de los eléctricos.

Eran tiempos de nobleza deportiva. Tanto que en 1972, al iniciar Barcelona su participación en la Copa Libertadores, Emelec publicó un aviso en Diario EL UNIVERSO que decía: “CLUB SPORT EMELEC: al iniciar hoy el BARCELONA SPORTING CLUB una nueva participación en la Copa Libertadores de América, le expresa su fervoroso aliento y formula sus mejores augurios porque alcance el más brillante éxito como representante del fútbol ecuatoriano”. El presidente de Emelec era un viejo patricio eléctrico que había sido fundador del club: don Carlos Rodríguez. Quien recibía el mensaje era el titular barcelonés Aquiles Álvarez. Cuando Emelec consiguió la corona nacional en 1979, bajo la presidencia de Ricardo Estrada, el presidente canario, José Tamariz Crespo, hizo pública una felicitación a su acérrimo adversario en gesto que fue motivo de congratulaciones.

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Recuerdo que en mis tiempos de espectador en la general del viejo estadio Capwell y en el Modelo no existían las ‘barras’ en el sentido que conocemos ahora. Nos sentábamos juntos y celebrábamos cada grupo como quería. No había amagos de agresiones ni cantos soeces creados para ‘estimular’ a los jugadores en los que se habla de golpear y hasta matar al “enemigo”.

Con la aparición de las llamadas redes sociales, que muchas veces son alcantarillas, aprovechando al anonimato, se reproducen feroces insultos con un lenguaje de burdel. Es un estercolero diario absolutamente impune.

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“Un buen número de amigos barcelonistas lanza cohetes y festeja que Emelec haya perdido la final del campeonato. Me pregunto cuán bajo hemos caído en el deporte, que en lugar de alegrarnos de triunfos propios festejamos derrotas ajenas. La ciudadanía da vueltas en una vorágine de descrédito, de falta de respeto por la palabra dada, la honra ajena, los valores y principios que hacen posible la vida en sociedad. Los comportamientos deportivos son reflejo de un accionar general”, ha escrito en una de sus últimas columnas en este diario nuestra vecina Nelsa Curbelo.

Los seguidores de Barcelona, en una enorme mayoría, se desentendieron de la crisis por la que atraviesa el antes admirado club. No les importó la deuda millonaria que puede terminar en quiebra ni las contradictorias versiones que sus dirigentes dan sobre el monto de lo que se debe. Tampoco que ya casi no queden miembros del directorio elegido en 2015, pues en gran número han preferido dejar solos a quienes han manejado a su antojo las finanzas y las contrataciones de jugadores, algunas inexplicables desde lo técnico y hasta disparatadas. Había que estimular a los jugadores de Liga de Quito sin reparar que fue ese club el que produjo una de las agresiones más bestiales que se recuerden, encabezada por el exjugador torero Agustín Delgado, a quien, años después del brutal ataque, José Francisco Cevallos y sus compañeros de directiva pretendieron homenajear llamándolo “símbolo del club”. Las víctimas fueron los jugadores de Barcelona y uno de ellos, el volante Leonardo Soledispa, pudo perder la vida ante la infame agresión. Los orgullosos hinchas de Barcelona que gritaban cada gol de Liga de Quito olvidaron que ese club los ha humillado durante veinte años, que es el tiempo que Barcelona no ha podido derrotarlos en la Casa Blanca.

Pero hablemos claro. Si Barcelona hubiera sido el finalista, también los emelecistas habrían lanzado hurras hacia el nuevo campeón.

Todo porque hemos perdido la identidad cívica y deportiva guayaquileña que nos legaron nuestros padres y abuelos. En otros años se privilegiaba el sentido de ciudad y todos queríamos que el campeón sea un club porteño, cualquiera que sea el color de su camiseta.

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Emelec nos ha representado con orgullo desde el inicio del siglo XXI. Tiene seis coronas nacionales desde 2001 y seis subcampeonatos. Ha estado siempre en el podio desde 2009, consiguió cuatro títulos –los tres iniciales en forma de un tricampeonato–. Es duro para quienes nos hemos confesado seguidores del hoy maltratado ídolo –un sentimiento nacido en nuestra niñez en el tiempo de Chuchuca, Cantos, Vargas, Solís, Andrade y otros próceres– reconocer que Barcelona es hoy más historia que presente. Entre 1998 y 2011 no pudo ser campeón y entre 2012 y 2018 solo ganó dos torneos.

Tal vez los tiempos cambien y vuelvan los dirigentes que un día encarnaron el espíritu del Astillero. Verdaderos barceloneses de corazón y no de bolsillo, llenos de codicia y ansias de aventura política. (O)