Hace algún tiempo leí un texto que decía: “Se dopaba en las fiestas tristes, para olvidar o ser olvidado, cuando ya estaba acorralado por la gloria y no podía vivir sin la fama que no lo dejaba vivir. Jugaba mejor que nadie a pesar de la cocaína y no por ella. Él estaba agobiado por el peso de su propio personaje”. Por supuesto se refería a Diego Maradona y quién lo escribió es nada menos que el laureado escritor uruguayo Eduardo Galeano, en su fantástica obra El fútbol a sol y sombra.

Todo lo que se dice en ese capítulo de su libro le sucedía a Maradona, pero me suena como que en el contexto de lo mismo existe un concepto errado de cómo debe o puede reaccionar la conducta humana. Porque no es necesario ser un famoso futbolista, cantante, escritor o pintor, para saber que para alejarse de las frustraciones que da la vida no hay que arroparse con la droga. Dirán tantos héroes anónimos, voluntarios, ciudadanos comunes y corrientes, que también en el día a día luchan por el peso de las responsabilidades que los agobian que eso no les da derecho para encontrar en la cocaína –u otra droga– el acicate para enfrentar las vicisitudes que depara el destino.

Conocemos que a Maradona, muchos lo convirtieron en el héroe de los desposeídos, de los que requieren un Dios en la tierra, para esperanzar sus penurias. Quian ha visitado Nápoles sabe que a Diego lo convirtieron en San Gennarmando y también en Maradonna. Y no es una exageración decir que en las plazas de la ciudad se venden imágenes de la ‘divinidad’ de pantalón corto con la corona de la Virgen, o envuelta en el Manto Sagrado del santo que sangra cada seis meses. Y como lo describió Galeano, Diego era una marca de gran transacción, porque las masas lo erigieron como divino y él se lo creyó.

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En nuestro deporte vemos esto cada cierto tiempo. Por ejemplo, hace poco un joven futbolista ecuatoriano, que fue transferido al club español Granada, dio positivo en el uso de una droga psicotrópica y así fulminó el contrato millonario que estaba por firmar. Además, frustró su futuro futbolístico en Europa, que por supuesto para los jugadores sudamericanos es su sueño dorado.

Hoy somos testigos de otro caso de dopaje con resultado positivo y que inmiscuye al futbolista Michael Arroyo, quien ya registraba antecedentes sancionatorios en el 2007, por consumo de marihuana. Hoy, tras una supuesta reincidencia, la FEF le abrió un expediente para el trámite administrativo de juzgamiento –aunque ya lo suspendió en su actividad deportiva– y se agotaran las instancias reglamentarias, tales como escuchar a Arroyo, o los alegatos que proclamen sus abogados.

Lo cierto es que el hecho de que no se solicitó el análisis de la muestra B, que es uno de los recursos que pudo usar en su defensa, crea un indicio de culpabilidad. La legislación de Ecuafútbol para estos casos es implacable: el Artículo 187 de la Comisión Disciplinaria consagra de que “el jugador cuyo examen de dopaje resultare positivo, será suspendido por dos años; y, si reincidiere, la suspensión será de por vida”. Esto significa que la carrera como futbolista profesional de Arroyo terminaría. Es una vida que comenzó como una promesa de nuestro balompié y que por sus dotes jugó en México, Brasil y fue mundialista con la Tri, pero su carrera podría acabar en el tacho de basura.

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El caso de Arroyo tiene algunos cabos sueltos que es importante unirlos para tener una idea precisa de cómo se violentó el código de disciplina. Por ejemplo, ¿por qué razón Arroyo incumplió el protocolo establecido por la Comisión antidopaje de la Conmebol al evitar dar la muestra de orina alegando una dolencia física en las postrimerías del Clásico del Astillero de octubre pasado? Esto a sabiendas de que a falta de 15 minutos se le anunció que él estaba designado para el control antidopaje.

Ahora que conocemos el resultado de la prueba, que se le obligó a realizarse en una clínica particular a la que llegó inmediatamente terminado el partido, nos preguntamos: ¿Fue premeditada la evasión del control? Pero no todo queda ahí. El resultado del examen señala que utilizó hidroclorotiazida, algo que nos llamó la atención. Por eso consultamos al doctor Tyrone Flores Pavón, autoridad en temas de dopaje. Él nos explicó que la sustancia mencionada es un fármaco que aumenta la excreción de orina y permite eliminar minerales, sustancias de desecho, incluidos fármacos.

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También se usa la hidroclorotiazida para el tratamiento de hipertensión arterial, pero a Tyrone Flores le llamaba la atención que un deportista de alta competencia la haya usado antes de un partido porque al ser una sustancia con efectos diuréticos podía provocar gran deshidratación al deportista. Cree que no debió ser recetada, solo que el fin hubiese sido otro porque como lo denominan “borrador” se haya intentado eliminar algún fármaco que circulaba en la sangre de Arroyo. En términos más crudos, pudo ser empleada para “enmascarar” u “ocultar” la presencia de alguna droga prohibida.

Bajo ese supuesto, el tema se complica porque alguien más debió conocer que el jugador había utilizado alguna sustancia proscrita. Esto nos hace conjeturar que si Arroyo o los facultativos conocían del consumo o de la aplicación del fármaco corrector, por qué motivo se le permitió jugar un partido en el que se iba a realizar la prueba antidopaje. ¿O acaso creyeron que valía la pena correr el riesgo de salir o no sorteado para el examen? Sea como sea, todo ha sido producto de una irresponsable actuación individual del jugador o colectiva.

Es verdad que las instancias legales son variadas. Los primeros jueces de la Comisión Disciplinaria deben actuar regidos por el informe científico que dio positivo. Si la sanción de por vida es aplicada, Arroyo puede solicitar la revisión del caso al Tribunal de Apelación de la FEF y si es ratificada la pena, la defensa del jugador podrá interceder a un recurso internacional en el TAS (Tribunal de Arbitraje Deportivo, por sus siglas en francés, que tiene sede en Lausana, Suiza). Todo aquello toma tiempo y gran desgaste económico y emocional para el jugador y sus allegados.

La realidad es que estamos ante un nuevo caso dramático con repercusiones serias en la sociedad deportiva, que absorta observa y analiza cómo un deportista puede destruir su carrera. Por eso, gran parte de esa sociedad, con tristeza pero con energía, solicita que si se llegare a comprobar el dopaje el responsable o los responsables, sean sancionados con todo el rigor que el caso amerita.

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La finalidad del eventual castigo es dar un ejemplo potente a la juventud, que hoy atestigua los ejemplos de sus ídolos. Por supuesto que nos llega un sentimiento de pesar, porque si es un adicto al consumo de drogas psicotrópicas, es de por sí un enfermo que requiere del apoyo de la misma sociedad y del Estado para rehabilitarse. Algún inspirado del balompié escribió: “Dentro de una cancha de fútbol se escenifican ciertas tragedias o dramas de la sociedad que hay que saber leerlas”.

El caso Arroyo debe leérselo bien porque si el veredicto final es culpable, se deberá aplicar el reglamento con todo rigor. Una sanción ejemplar es también una reivindicación para todos los deportistas que cumplen el establishment. (O)

Sentimos pesar, pero el caso de Michael Arroyo tiene algunos cabos sueltos que es importante unirlos para tener una idea precisa de cómo se violentó el código de disciplina.