El 7 de marzo de 2016 María Sharapova se subió a un atril en una sala de un hotel de Londres para contar que había dado positivo en un test de dopaje después del Open de Australia por consumir Meldonium, un medicamento que tomaba desde hacía 10 años por recomendación del doctor Skalny, un médico de Moscú al que su padre la había llevado en los inicios de su carrera.
La noticia fue una conmoción internacional: caía una de las grandes, la entonces número cuatro del mundo. La prensa daba por finalizada su carrera. La Agencia Mundial Antidopaje la obligó a retirarse del juego durante dos años.
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El trance inicial fue “muy doloroso”, estaba “herida” y también “muy enfadada”. Pero luego, como siempre ha hecho en su vida, optó por la solución pragmática: “Pensé: ‘Tengo un problema, ¿qué es lo que debo hacer para arreglarlo?’”. Primero salió a dar esa rueda de prensa: “No lo hice para intentar que la gente sintiese pena por mí, sino para explicar lo que había pasado”, explica. Luego recurrió el caso ante el Tribunal de Arbitraje Deportivo. Después de dos juicios, este Tribunal le dio la razón: los mensajes que recibió sobre la entrada de la sustancia en la lista de prohibiciones no habían sido suficientes y no hubo mala fe en sus actos. Por eso, su suspensión se redujo a un año y este mes vuelve a las canchas de tenis. “He jugado este deporte con tanta integridad y tanta pasión que al principio no era capaz de comprender cómo alguien podía creer, teniendo en cuenta la forma en la que compito y cómo me entreno, que yo tomaría el camino fácil”, se lamenta.
No se siente culpable, pero cuando le preguntamos qué cambiaría si pudiera volver atrás, acaba reconociendo: “Carecía de un médico en plantilla a tiempo completo que prestase atención a mis obligaciones antidopaje. Debería haberlo tenido. Pero no era así. Si pudiese volver atrás, eso es lo que cambiaría”. (D)
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