Aún no se disipaba el olor a derrota y todos reunidos en los buses de regreso solo podían hablar de una cosa: ese partido no se debió haber perdido. Ahogados en comentarios de lo que se debió haber hecho, de quién debió haber jugado, de cómo debieron haber pateado, cada uno hacía su propia película del partido Ecuador-Suiza que se acababa de jugar en el estadio Mané Garrincha de Brasilia.

En el fondo, sin embargo, se seguía escuchando un balón rodar. Un pequeño balón de juguete tamaño 1, dos gorras para marcar un arco y un gran estacionamiento eran suficientes para que Mayer Méndez, (hijo de Edison Méndez), Walter Ayoví (hijo de Walter Ayoví) y Lucas Guschmer (hijo del comentarista deportivo Andrés Guschmer) se olvidaran lo que acababa de suceder dentro del estadio y vivieran su propio mundial.

Para ellos el fútbol sigue siendo lo que muchos hemos olvidado con el tiempo, los sponsors, las transmisiones en vivo, el negocio, etc.: un juego maravilloso que hace soñar con la sola meta de anotar un gol.

Publicidad

En este partido no había tiempo reglamentario y a ratos ni siquiera marcador; era pura habilidad, gambeta y gol. Una sonrisa en los rostros de estos tres jugadores resumía esa pasión que el fútbol crea en la gente; se gane o se pierda.

El partido terminó con un chiflido de las madres de los niños para avisar que el camino de regreso a Viamâo empezaba nuevamente. Entonces las gorras volvieron a las cabezas, el balón a las manos y los niños al bus. El sueño mundialista para ellos sigue intacto.