En 1969, un psicólogo de la Universidad de Stanford, Philip Zimbardo, llevó a cabo un curioso experimento. Tomó dos autos iguales, uno lo dejó abandonado en un barrio pobre de Nueva York, y el otro en un barrio de clase media; a ambos les arrancó las matrículas y los dejó con las puertas abiertas. La idea era ver qué pasaba.

El auto del barrio pobre fue desmantelado a las pocas horas y luego destruido; al del barrio de mejor clase no le pasó nada en una semana. Zimbardo decidió destruirle una ventana y en unas horas quedó en similares condiciones que el vehículo del barrio pobre. El experimento dio lugar a la “Teoría de las ventanas rotas” 26 años después formulada por James Wilson, licenciado en Ciencias Políticas, y George Kelling, criminólogo. La teoría sostiene que si alguien rompe una ventana de un edificio y no se la repara rápidamente, servirá de incentivo a romper las demás ventanas. También la ventana rota crea sensación de desorden que atrae a criminales y gente del bajo mundo, generando dejadez, destrucción, violencia; las personas decentes comenzarán a mudarse a otros lugares o a permanecer encerradas en sus casas, a caminar rápido por las calles, a ceder los espacios públicos que rápidamente serán invadidos por la suciedad, la destrucción y el crimen. Es por eso que gastar grandes sumas para mantener ciudades bonitas, destinar recursos para controlar los delitos pequeños como arrojar basura a la calle, no respetar las luces de los semáforos, los estacionamientos, etcétera; tendría que ser considerado como una gran inversión para evitar la entropía en una sociedad.

Fabricio Sánchez Avilés,
Montreal, Canadá