Desde el inicio de la civilización siempre hubo deudores que no honraron sus créditos, por lo que sus acreedores debían tomar acciones para exigir que cumplieran su obligación.
Al principio se permitió que el acreedor se apodere de la persona del deudor y con él todos sus bienes para convertirlo en su esclavo. El sistema se fue sustituyendo gradualmente en casi todo el mundo. Hoy ya no rige el principio de que el deudor responde por sus deudas con su persona, sino única y exclusivamente sus bienes patrimoniales. Esa regla solo tiene como excepción una pequeña lista de bienes calificados de inembargables, que por humanidad se consideran indispensables para que el deudor sobreviva, y que son aquellos a los que se refiere el artículo 1634 del Código Civil. Sin embargo, hay deudores que se insolventan ficticiamente para no pagar sus deudas, colocando sus bienes a buen recaudo a nombre de terceros. Uno de esos modos de hacer frustrar las acciones de sus acreedores y que les ha dado mucho “éxito” es el uso del sistema corporativo, creándose compañías fantasmas en las cuales se ocultan bienes y personas naturales para simular actos y contratos en perjuicios de sus acreedores, lo cual no es un invento de los deudores ecuatorianos, sino que responde a una tendencia universal del crimen organizado. El sistema corporativo que legalizó la asociación del inventor de una obra material con el inversionista que aporta su capital, permitió el desarrollo de la industria y el comercio. Las compañías en sus distintas modalidades han sido y son muy útiles para el desarrollo económico y social, pero hemos llegado al punto de que están siendo usadas con fines distintos a los de su naturaleza, con el propósito de perjudicar el interés público. Es correcto que se dicten leyes para neutralizar su desnaturalización y se regule el levantamiento del velo societario, para que no salgan afectadas las compañías que sí cumplen el fin social que establece la Constitución.
Víctor Hugo Castillo Villalonga,
doctor en Jurisprudencia, Guayaquil