Verlos. Verlos rápido. Por fin verlos. Congas, rachos, alacranes, ratas. Aguijones que pican en la noche. Niños que lloran. Padres que no ven, pero imaginan. ¿Para qué sirve la luz? Para verlos.

En Tukup, provincia de Morona Santiago, el profesor Ramón Wisun cuenta la historia de una niña de ocho años de la comunidad Yawants, en plena selva amazónica. “Se levantó por la noche al baño y pisó un alacrán. Murió. Pero todavía no estaban los paneles”.

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Se refiere a los paneles solares instalados por la Empresa Eléctrica Regional Centro Sur en comunidades indígenas del Oriente, a partir de un acuerdo alcanzado en febrero del 2009 con el Gobierno y la Federación Interprovincial de Centros Shuar (FICSH).

Los líderes shuar, una de las principales etnias de esta región, se encargaron de guiar a ingenieros y obreros por ríos, senderos, puentes colgantes y vegetación impenetrable. Este 2012 ha llegado el turno para la otra etnia de la Amazonía del Ecuador, los achuar. En la oscura selva, la luz es bienvenida.

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“A veces aquí hay muchos zancudos, a veces arenillas (pequeños insectos) pican por la noche. O a veces andan las ratas. Mueven cualquier cosa y nosotros nos levantamos y prendemos rapidito. Antes con el chimbuzo (especie de mechero) necesitábamos fósforos, tanta cosa, hasta prender ya se iban los animales, y ahora es más fácil”, relata Érica Antún.

Iluminada por uno de los tres focos que se colocan en cada uno de los hogares, esta vecina de Tukup sirve en un cuenco artesanal un poco de chicha, la tradicional bebida a base de yuca de las comunidades indígenas, mientras explica cómo la luz le permite ahora hacer “la casita y la cocina”.

“Antes motor hacía bulla y no teníamos alcance para comprar gasolina. Ahora con el panel consumimos, pero no tanto. A veces no teníamos economía para comprar la velita, era difícil”, recuerda Ciro Antún, quien comparte con Érica pueblo y apellido.

Como todo producto que llega a Tukup debe aterrizar en avioneta o navegar por el río Macuma, una vela traída desde Macas, capital provincial, puede llegar a costar un dólar, dinero que lleva horas ganar en los campos de cultivo y que se gasta en lo que tarda la cera en derretirse.

Este aislamiento fue el principal obstáculo para llevar los paneles a la selva. “Aquí no es como ir a una tienda de la esquina. Para poder llegar a una comunidad necesitamos desde Macas un día, solo de traslado. Como no disponemos de las vías de acceso normales, muchas veces se hace por transporte aéreo, que son las avionetas”, dice el ingeniero eléctrico Jaime Matute.

En comunidades que no tienen pistas se surca los ríos con las canoas y luego caminando, en jornadas que dejan anécdotas para contar y miedos que superar.

“Una vez bajaba muy confiado en una canoa y de pronto asomó una serpiente de unos 10, 12 metros, y se lanzó al río. Yo asumí que se iba a hundir, pero era una experta nadadora y se dirigió a nuestro sencillo bote”, recuerda Matute.

“Era tan grande que hasta la gente de la zona se asustó mucho, perdió el control de la canoa y nos fuimos a dar contra un árbol en la orilla. Como ingeniero, uno se pregunta: ‘¿Qué hago acá?’. Pero ve una choza humilde, con muchos niños, se convierte en la razón del trabajo que uno hace”.

En una de estas localidades, a las que hay que acceder por vía fluvial y terrestre, el pueblo de Jempents, Rubén Yampi agrega otro insecto a la lista de seres no deseados en esta región.

“Con la luz podemos ver en los platos qué insecto puede estar. Como los rachos, son los que más molestan aquí en los platitos, lo que es la comida”, cuenta Rubén y, por su descripción, se infiere que un racho es una suerte de cucaracha amazónica que no tiene nada que envidiar a sus familiares lejanos de la ciudad.

“Nosotros nos prevenimos de los rachos con la luz. Si anda por ahí, ya lo vemos y nos botamos a liquidarlo. Porque con la luz ya se ve todo”.

Las primeras dos fases del proyecto involucraron a parroquias de los cantones de Morona y Taisha que están habitadas por shuaras. Este año se lanzó la tercera fase en Pumpuenza y Huasaga, territorio achuar.

Bajo la atenta mirada de Ernesto Samaren, síndico de Pumpuenza, dos avionetas aterrizan sobre la pista de tierra de esta comunidad con paneles, inversores, reguladores, baterías, fusibles y tableros de madera.

“La gente sufre. Como no estamos equipados bien, a veces las congas vienen de noche y pican a los niñitos”, dice Samaren.

Las congas son unas hormigas cuyo tamaño les conseguiría un papel en cualquier secuela de Jurassic Park. La picadura de su aguijón es capaz de hacer que un niño se desmaye del dolor.

A primera vista, la comunidad parece no necesitar los paneles solares. A lo largo de su pista de aterrizaje, que como en otras localidades amazónicas no es más que la avenida principal del pueblo, se despliegan decenas de postes de luz.

Estos mudos testigos de que la tecnología no es ajena a las comunidades indígenas, además de ser mudos son ciegos, porque pasan la mayor parte del tiempo a oscuras. La razón es simple: funcionan a diésel y el galón de combustible ¬debido al aislamiento¬ cuesta unos $ 5.

La primera tarea de los trabajadores recién llegados en Pumpuenza será encontrar un lugar donde tender sus bolsas de dormir y luego preparar todo su equipo para comenzar con la instalación de los paneles, a un promedio de entre cinco y seis casas por día.

“A partir de la posición georreferenciada de cada casa, la empresa les registra como un abonado más del sistema”, explica el ingeniero Paúl Ávila y agrega: “El pago inicial es de $ 2,95 y luego un pago mensual de $ 1,46”. Los tesoreros de cada comunidad son los encargados de cobrar por el servicio.

“Lo primero para que vamos a utilizar la luz ¬dice Samaren¬ es para que nuestros hijos aprovechen a estudiar. Yo creo que van a cambiar los estudiantes cuando sigan mejorándose de noche. Entonces los padres de familia se darán cuenta de que a los niños les han faltado las luces”.

Luces para estudiar, para ver películas en televisión, para “hacer la casita” y para detectar rachos, congas, alacranes, ratas. Aguijones que pican en la noche. Niños que lloran. Padres que ya pueden ver. Verlos. Verlos rápido.