Conocen a la perfección los complejos engranajes que conforman el interior de un reloj. Pueden hacer un diagnóstico con tan solo sostenerlos entre las manos y, en menos de dos segundos y con ayuda de sus pinzas, habilidad y lupa de relojero, los desarman para verificar los daños y realizar las reparaciones.

A eso se dedican Fabián Naranjo, Julio Sánchez y los hermanos Frank y Carlos Navarro, cuatro de los varios relojeros que han encontrado en la Alborada un territorio, un tanto estable, para trabajar. Es que esa es su fuente de ingresos.

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En su trayectoria, los magos del tiempo han hecho funcionar a la perfección todo tipo de relojes: mecánicos o analógicos, electrónicos o digitales, de pulsera, péndulo, de bolsillo y demás variedades.

También colocan y reemplazan correas viejas o gastadas por unas nuevas, además componen los armazones o las patillas de distintos modelos de lentes.

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Pero pese a que solo brindan un servicio a quien los busca, su presencia –al igual que la de los 626.369 comerciantes informales que hay en el puerto principal, según las cifras del 2011 del Instituto Ecuatoriano de Estadística y Censos (INEC)– no es del agrado de las autoridades municipales, ya que sus puestos, quioscos o vitrinas de trabajo no forman parte de los mobiliarios propios de la regeneración urbana o no se encuentran en zonas destinadas al comercio.

Frank Navarro, de 48 años, dice haber intentado sacar los permisos para obtener un quiosco del Municipo , pero los trámites eran largos y terminó perdiendo los $ 800 que logró recaudar porque no se lo dieron. Esto, automáticamente los convierte en el blanco de los “municipales”, quienes decomisan sus vitrinas al notar su presencia en la vía pública.

Julio Sánchez ha pasado por esta situación tres veces. Asegura que los trámites y costos de multas para retirar sus bienes son mayores a los que les costaría comprar una vitrina nueva.

Según la ordenanza que norma la instalación de quioscos y carretillas y demás formas de desarrollo de la actividad comercial en espacios públicos de Guayaquil, la relojería forma parte de los servicios varios autorizados por la Dirección del Uso del Espacio y Vía Pública siempre y cuando sus propietarios cuenten con los permisos y paguen los impuestos establecidos.

Arreglar los instrumentos que marcan el tiempo y entonan un tictac con el movimiento de sus manecillas sin los respectivos permisos, ha forzado a estos relojeros a convertirse en nómadas, desplazarse a otros sectores de la ciudad y a desarrollar una especie de radar que los ayude a estar alertas y escapar rápidamente antes de que llegue la autoridad y les decomisen su fuente de trabajo.

Cuarenta años en el mundo de la relojería
Cuando Fabián Naranjo tenía 11 años empezó a trabajar como orfebre en la relojería-joyería que tenía su hermano en Rumichaca y Ayacucho. Pero fue allí donde aprendió la técnica de la relojería: abriendo, armando y desarmando relojes. Debido al potencial que su hermano notó en Fabián, lo inscribió en la Sociedad Filantrópica en un curso de orfebrería, pero ahí solo estuvo dos años porque quien fue su profesor le dijo que él ya había aprendido todo lo que necesitaba aprender.

Su hermano falleció, por lo que Fabián, de 50 años, es ahora el único relojero de su familia. Vive en el centro, junto con su madre y hermanas –porque sus hijos viven con la madre–, y desde allí se traslada todos los días hasta la Alborada, donde trabaja de 09:00 a 21:00.

Aunque se especializó en orfebrería, afirma que con la relojería se genera más dinero, por la rapidez con la que se trabaja. Este relojero conoce todas las marcas de relojes y con casi todas ha trabajado. Con el paso del tiempo los engranajes se volvieron más complicados, pero para no quedarse atrás tuvo que aprender a arreglarlos todos porque “el que no se actualizaba, se quedaba”.

Con su hermano se dieron cuenta de que en la Bahía era donde más se podía aprender a reparar “los relojes caros” , entonces estuvo ahí hasta que decidió ser un relojero independiente.

Tras abandonar la Bahía se ubicó en Clemente Ballén y Pío Montúfar, pero hace doce años lo sacaron del centro por ser un comerciante informal y lo situaron en el Mercado de las Cuatro Manzanas. Allí las ganancias decayeron drásticamente y esto fue lo que lo trajo a la Alborada, un sector “desconocido y lejano” pero que le ha brindado estabilidad económica. Fabián, a quien muchos llaman “gordito”, no piensa dejar de ser relojero porque siente que le da vida a algo que está muerto.

Un relojero apreciado por los residentes
“Yo trabajaba en toda la esquina de la calle principal, pero cuando empezaron a molestar los guradias municipales ya no pudimos trabajar allá”, cuenta Carlos Navarro, de 38 años, quien aprendió de su hermano Frank el arte de la relojería durante el tiempo que laboró junto a él.

Pero las ganancias se dividían para tres y como no le tocaba mucho, prefirió montar su propia relojería.

Hace dos años se independizó, construyó su propia vitrina y pidió permiso a los dueños de la casa esquinera en la que se ubica para colocarla y poder arreglar todo tipo de relojes en un tiempo de entre 15 y 30 minutos. Esto era más que necesario, ya que tiene cinco hijos y una esposa que mantener.

Carlos, que disfruta de leer la Biblia en su tiempo libre, destaca haber mejorado el aspecto de esa esquina, ya que según cuenta “esto era un basurero y desde que yo llegué dejaron de botar basura porque siempre la tengo limpia y les pido que no ensucien”.

De esto se encarga de lunes a sábado, de 09:00 a 18:00, además de reparar relojes. Su aporte tiene contentos a quienes le autorizaron instalarse en su terreno.

Mientras Carlos cuenta su historia, quienes transitan por su esquina lo saludan. Aquí todos lo conocen y parecen estar a gusto con su presencia porque, dice, ellos sienten que él ha aportado positivamente a que el sector luzca limpio.

Carlos tiene clientes fijos, pero en el día a día asegura que solo obtiene el dinero suficiente para alimentar a su familia.

“En la otra esquina teníamos permiso, pero de un momento a otro lo bloquearon y comenzaron a molestar los municipales”.

La situación no ha cambiado mucho pero no lo desalienta. Él es un hombre positivo y el cariño de sus clientes y su familia lo motivan.

Ser escapista forma parte de su jornada diaria
Frank Navarro, de 45 años, es de Manabí, está casado, tiene cuatro hijos y lleva 25 años siendo relojero. Él recuerda que un amigo de su tierra natal lo trajo a Guayaquil y lo ayudó a convertirse en artesano. Trabajaron juntos durante tres años y Frank asegura que en ese tiempo aprendió la técnica que hasta ahora utiliza para arreglar los relojes que caen en sus manos desde las 09:00 hasta las 18:00, de lunes a sábado. A los 18 años se independizó y empezó a trabajar en la Bahía de Guayaquil, luego se trasladó al Mercado Central, después estuvo en Portete y av. Quito y tras de un par de paradas más llegó a la Alborada, sector donde lleva 14 años laborando. Todos los días sale de su casa, en la isla Trinitaria, a las 07:30. Coge la 62, viaja por la ciudad y luego se dedica a arreglar relojes. Frank recuerda que durante diez años tuvo permiso para trabajar en la vía pública, pero hace dos años se lo quitaron.“Yo pagué como 800 dólares para que me vengan a dar un módulo (quiosco municipal), pero nunca me lo dieron y perdí el dinero. Me pedían tres mil dólares, pero yo no alcancé a juntarlos. Vinieron a tomar las medidas, pero nunca regresaron”.

“Prácticamente nosotros estamos aquí como delincuentes porque apenas vienen ellos (los policías metropolitanos), uno tiene que salir corriendo o escabullirse detrás de los carros”. Por esto la vitrina de Frank es pequeña y liviana, así se le hace más fácil escapar. Él insiste en que hubiese preferido que su hermano Carlos se dedique a otra profesión porque “un trabajador de vía pública no tiene ningún seguro ni para él o para sus hijos”. Él no se puede proteger ni del sol ni de la lluvia porque eso solo haría más notoria su presencia, pero debe seguir arriesgándose porque “uno de esto vive y lleva plata para su familia”.

Siempre al día debido a los avances tecnológicos
En Colón y Los Ríos quedaba la panadería donde Julio Sánchez trabajaba cuando era pequeño y en ese mismo sector laboraba un relojero cuyo oficio siempre llamó la atención de Julio. “Siempre que terminaba (su jornada) salía a ver cómo trabajaba”.

La continua observación fue lo que hizo que Julio aprendiera, a los 12 años, las técnicas requeridas para arreglar sus primeros relojes mecánicos, automáticos, cronómetros, etcétera.

“Desde ese tiempo, llevo toda mi vida trabajando en esto”. Ahora tiene 50 años y en este sector de la urbe lleva 15. Antes trabajaba en 6 de Marzo y Aguirre, pero “cuando hubo la regeneración que puso Nebot, nos botó a todos y de ahí salimos para acá”.

Cuenta que fue un compañero de oficio quien le recomendó asentarse en la Alborada y desde entonces no se ha movido de este territorio. “Como no dan permisos, tenemos que escondernos de los municipales que siempre nos molestan”.

Carlos no tiene esposa, pero sí dos hijos que no siguieron la profesión de su padre. A Julio le gusta mucho su trabajo porque asegura que en la relojería nunca se termina de aprender debido a que los constantes avances tecnológicos traen consigo nuevos diseños y modelos.

Este relojero trabaja junto a otros dos especialistas en su misma rama y las ganancias que reciben las reparten entre los tres. “Somos una sociedad”, destaca.

Julio afirma que cuando trabajaba en el centro ganaba mucho más que ahora.

Su vista, al igual que la de muchos otros relojeros, se ha debilitado con el paso de los años y es que de ella depende la precisión con la que desarrollen sus reparaciones, las cuales los ayudan a sobrevivir y “aunque no dan tanto, sí nos ayudan a pasarla bien”.

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Dólares es lo que un relojero puede ganar en un buen día.