Tema
Dar gloria a Dios
En esta solemnidad de la Santísima Trinidad, la Iglesia nos invita a agradecer el Gran Misterio de la Trinidad Divina, que Jesús nos reveló de modo pleno: un solo Dios en tres personas.
No podemos entenderlo. Pero sí podemos comprender que aquí en la Tierra, siempre gracias a la ayuda de la Trinidad, debemos aferrar este misterio con la fe, vivir con la esperanza de llegar a su contemplación eterna, y amarlo con la caridad que Él mismo nos infunde.
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Es eso darle gloria a Dios. Pero cómo, quizás, podría ser que alguno redujera la glorificación de Dios a la repetición de fórmulas o de cantares, nos conviene recordar que hay una doble gloria referente a Dios.
Nos lo explicaba el beato Juan Pablo II: “Lo que la Biblia llama gloria de Dios es ante todo Dios mismo: la gloria “interior” (…), la plenitud de verdad y de amor en el contemplarse y donarse recíproco (y por tanto, en la comunión) del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo”.
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Esta gloria de Dios “interior”, que coincide con la infinita perfección de vida de la Santísima Trinidad, con la santidad de Dios y con su amor, es algo independiente de que la conozca o la publique nadie. La “tiene”, por así decirlo, “desde siempre”.
Pero “con la creación del mundo –nos seguía adoctrinando Juan Pablo II– comienza una nueva dimensión de la gloria de Dios, llamada “exterior” para distinguirla de la precedente”.
Es la irradiación de su inefable santidad; la manifestación de su verdad, de su bondad y su belleza; la publicación de su infinito amor en sus variadas obras. Entre todo lo que existe aquí en la Tierra, la persona humana es la que más perfectamente manifiesta la grandeza del Señor. Tanto en su ser (por haber sido creada a su imagen y semejanza, con un alma espiritual) como en su libre obrar. Y más aún, si esa persona humana ha recibido, con la gracia sobrenatural, la filiación divina.
Además, por pura generosidad de Dios, el hombre y la mujer también han recibido la capacidad y la misión de espiritualizar lo material creado, mediante su trabajo. Junto con la capacidad y la misión de constituir a la familia y a la sociedad humana de tal modo, que reflejen, con más o menos claridad, la comunión divina de las tres personas, existente en el seno de la Santa Trinidad.
Cuando las tres realidades antes mencionadas –el trabajo, la familia y la sociedad– son configuradas como quiere Dios, se convierten en irradiadoras de la gloria del Señor. Le dan también a Dios la gloria externa que desea.
Todo esto nos conduce a concluir con una afirmación de gran calado. Que cuando usted y yo nos esforzamos en vivir mejor nuestra cristiana vocación, estamos dando gloria a Dios.
Y lo mismo cuando hacemos bien nuestro trabajo por amor a Dios, cuando sembramos la felicidad en nuestro hogar, y cuando procuramos que la sociedad nos sirva para amar a Dios y a los demás.
Si lo hacemos, estaremos repitiendo sin parar el canto eterno de los ángeles y de los santos: “Santo, santo, santo, es el Señor, Dios del universo. Llenos están los cielos y la Tierra de tu gloria. A Ti la alabanza, la gloria y la acción de gracias, por los siglos de los siglos. Amén”.