Suena la campana de la escuela y decenas de niños salen en estampida hacia la calle, justo al mediodía guayaquileño cuando más provoca saborear una golosina refrescante, y ahí está el señor de los helados, que en pocos segundos es rodeado por peticiones que de a poco va calmando cuando entrega los barquillos y vasitos del postre.