Guayaquil, como ciudad tropical y por la fertilidad del campo costeño, tiene siempre a la orden frutas tropicales y el pueblo se acostumbró a consumir las de “temporada”.

En los años setenta y hasta casi finalizar el siglo pasado, pasaba por la calle Esmeraldas, de sur a norte, la carreta de don Macario halada por su fiel y viejo burro vendiendo toda clase de frutas, regresando luego de norte a sur por José Mascote y así sucesivamente, en medio de un escaso tráfico que permitía el paso de carretillas y burros, hoy casi ausentes de las calles.

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Las frutas más conocidas entonces eran los zapotes, caujes, marañones y mandarinas, que aparecían en mayo; los caimitos verdes y morados, aguacates, chirimoyas de Puná y guanábanas, en junio; los mameyes, pomarrosas, guayabas, naranjas y toronjas, en julio; las guabas “de machete” y de “bejuco” en agosto.

Guineos, piñas, papayas, melones y sandías había todo el año; en octubre abundaban las ciruelas, que venían de la Península y de nuestro cementerio; en noviembre y diciembre se viajaba a Daule para comer “de la mata” los “mangos de chupar”.

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Frutas como caimitos, anonas, nísperos, guayabas, etcétera, desconocidas para la mayoría de la juventud actual, hoy se están salvando de la extinción por la labor de Juan Vilaseca y Esteban Quirola, que las siembran masivamente para que no pase lo que dice el amorfino: “Colorados son los mameyes/ cuando están recién cogíos/ pero de ciento no hay uno/ que no salga empedernido”.

Apuntes de Sergio Cedeño Amador, dirigente montubio.

Ostentas cual blasón tu vida austera/ a fecundas labores consagrada/ y en tu heredad, del cielo enamorada,/ canta un himno triunfal la primavera.
Carlos F. Granado G.,
guayaquileño.