Cecilia Ansaldo Briones
El adjetivo “loco” se usa demasiado a la ligera. Nos sirve para calificar cualquier comportamiento inusual, una trivial salida de tono. Pero hay casos en los cuales es el único tratamiento adecuado. El periódico El País nos informa sobre la publicación reciente de las cartas del filósofo marxista francés Louis Althusser dirigidas a la mujer con quien compartió la vida durante 35 años y a quien asesinó en 1980, en un rapto de locura.
Se me dispara la curiosidad sobre ese libro a pesar de que cualquier texto que aborda una vida ajena me parece un esfuerzo que se queda en escarceo y a ratos es, solamente, la formulación de una hipótesis. En este caso, podría afirmarse que al tratarse de cartas nos enfrentaremos a la palabra misma del sujeto. Pero al considerar que el filósofo –aquejado de constantes altibajos emocionales y depresiones durante su vida– estuvo en ocasiones embarcado en ambiguos e imprecisos pronunciamientos sobre sí mismo, la escritura se torna evanescente.
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Lo cierto es que Althusser, argelino como Camus, católico en su juventud y gran impulsador del marxismo, prisionero de los nazis durante la II Guerra Mundial, no salió sano de sus avatares de juventud. Durante todo su periodo de maestro universitario y de analista de las formas políticas que iban tomando las ideas de Marx en Rusia y en el mundo, zigzagueó entre la cordura y el desequilibrio bajo algunos tratamientos. Pero los libros proliferaban bajo su pluma y las conferencias lo hicieron famoso. Junto a él, desde los 30 años de edad, una mujer que le llevaba ocho, fue su “pequeña camarada” como la trata en sus cartas.
Mi reflexión apunta más hacia la mujer que se mantuvo cerca del enajenado pese a todas las muestras de su enfermedad mental, que hacia el homicida. Cierta mirada podría considerar varios análisis: que su “obligación” de esposa era permanecer junto a la pareja enferma; que la devoción para cuidarlo fue propia del sentimiento de amor o de la promesa realizada al comienzo del compromiso. Sin embargo esa fidelidad le costó la vida. ¿Hasta ese punto tienen que mantenerse los vínculos? He allí la cuestión.
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El mundo nos muestra a diario los resultados de relaciones destructivas. Se enseñorean del parentesco, de la amistad o del amor y envuelven en su telaraña para manipular, acorralar y servirse del otro con fines protervos. El más vulgar es el interés económico que debe tener rostros muy reconocibles. En cambio, las dependencias patológicas, esas que utilizan toda clase de máscaras y se llenan de lenguaje idealizado, esas que dicen como en el caso del filósofo “te quiero pese a nuestras heridas” y continúan la cadena de maltratos, son complejas, de incierta identificación.
Es verdad que el maltrato doméstico tiene algunos rostros. Que no es el varón el único que puede erigirse con el poder y echarle palabras y golpes a su pareja. Que son los niños las víctimas más débiles del torrente agresivo que marca algunas relaciones. Tal vez tienen en común lo más peligroso: que el concepto del amor vaya de por medio y el veneno que fluye por lo que fue cauce del sentimiento, se torne el nutriente de horribles y violentas relaciones.
Si Hélène Rytmann lo hubiera visto así, se habría salvado.