Por Jorge Delgado (brazadasalviento@hotmail.com)
.- La Semana Mayor empieza cada año en el mundo católico para recordar la muerte y resurrección de Jesucristo, el hijo de Dios.

Nuestro país, católico desde antes de sus inicios, ha sido fiel a esta tradición la que ha dado lugar al pasar de los años a que se creen mitos que nos contaban cuando éramos niños y como tales los tomábamos muy en serio. Como el que dice si un hijo o hija en Viernes Santo le sacaba la lengua a sus padres esta se le bifurcaría como la de la serpiente. Otro: no usar tijera para cortar porque se estaría cortando el cuerpo de Cristo; uno más: no salir ni a la puerta de la calle el Viernes Santo a las 15:00 (hora de la muerte de Cristo) porque llueve.

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Era el invierno de 1966 y con apenas 12 años me hallaba haciendo mis primeras brazadas rumbo al alto rendimiento. Mi abuelo, el Dr. Aurelio Panchana, oriundo de Santa Elena, nos llevaba siempre con la familia en Semana Santa a una casita que había construido a la entrada de Salinas, en el barrio de San Lorenzo. En ese sitio se disfrutaba de la majestuosidad del océano Pacífico, sin que ningún condominio, como los de hoy, impidiese la vista del mar.

Como esa semana no podía entrenar porque no había ninguna piscina en kilómetros, recurría al mar para hacerlo. Temprano en la mañana iba a la zona donde estaba el edificio que le decíamos ‘la mansión de los Yescas’, hoy Petrópolis, para nadar hasta el Salinas Yacht Club, bordeando la playa todo el tiempo, ida y vuelta. Esto lo hacía a escondidas de mis abuelos, que se habrían infartado si se enteraban de lo que estaba haciendo, pero los Viernes Santos, era otra cosa.

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Desde temprano mamá nos impedía la salida de casa. Ella era católica, apostólica y romana e insistía en que respetáramos la fecha, pero en un descuido me escapé y me fui a la playa para tratar de ver desde esta al niño pez, el de la leyenda que el abuelo nos había contado noches atrás.

Esta decía que hacía mucho tiempo un muchacho desobediente se fue al mar un Viernes Santo, a pesar de que sus padres le habían dicho que no. Pero no hizo caso y burlándose se fue al mar. Nunca más se lo volvió a ver. Se había convertido en pez. Los pescadores del lugar dicen, según la leyenda, que cada Cuaresma regresa a la misma playa en busca de sus padres para pedirles perdón.

Influenciado por el relato resolví ese Viernes Santo sumergirme en el mar a las 15:00 para convertirme en Nemo, el príncipe de Atlantis, como en la historieta de Acuaman. Esperaba que me saliera membrana entre los dedos y aletas en los tobillos y respirar bajo el agua como él príncipe lo hacía.

No titubee y de cabeza al mar fui a dar. Empapado salí a esperar la ‘transformación’, mirándome constantemente los dedos y los tobillos, pero nada. Esperé y esperé. Los segundos se tornaron en minutos y los minutos, pero no pasó nada. El único cambio que me dio fue una tembladera por el frío que producía la brisa del mar.

No esperé más y retorné a casa tiritando. Repetí el ritual al año siguiente, pero tampoco pasó nada. Obviamente, las esperanzas de cambio eran producto de la imaginación influenciada por los relatos y los cómics de la época.

Los años pasaron y más delante la verdad es que si nadé como Nemo. Obtuve todos los títulos posibles de ese entonces y me convertí en lo más cercano a un Tritón. Tal vez, en las ocasiones en que de niño me cubrí con las aguas del Pacífico lo hice con tanta fe que Neptuno, el Dios de los Mares, me transmitió las cualidades natatorias que me permitieron dominar las aguas de las piletas del mundo donde nadé.

¡Cómo añoro esos momentos de inocencia de mi niñez!