Cecilia Ansaldo Briones
Ya lo he contado: pertenezco a la generación que escribió su tesis universitaria en máquina de escribir. No contraté a una experta: fui su autora intelectual y mecanográfica. Tecleé un original con tres copias utilizando papel carbón y dos implementos para borrar los errores (un papelito blanco que se superponía sobre la palabra mal escrita antes de volver a golpear la letra; el liquid paper, tan popular, después) Ahora que vuelvo a las andadas, con un trabajo que fungirá de “tesis” de maestría y organizo mis reflexiones y notas en decenas de “ventanas” que luego de hábiles “copy” y “paste” (aclaro, de mi propio pensamiento) se convertirán en páginas de un ensayo, puedo comparar a plenitud la experiencia en estas dos eras.

Cualquier libro divulgador del feminismo sostiene que el trabajo de casa facilitado para las mujeres y compartidos por los hombres, contó con un enorme impulso con la proliferación de los artefactos electrodomésticos. Esos aparatejos que fueron remplazando el esfuerzo de las manos y reduciendo la distribución del tiempo: exprimir frutas, tostar el pan, mezclar ingredientes, cocinar en sólidos empaques de latón sin mayores riesgos de quemaduras o incendios. Las manos femeninas dejaron de quedar destrozadas con el lavado de la ropa. Los hombres aprendieron a gozar del hecho de vivir solos y no depender de las féminas serviciales.

El ámbito empresarial también se fue llenando de implementos facilitadores. La mecanografía fue una habilidad que se centró en las mujeres (recuerdo mis clases en las que se nos inducía a teclear a ritmo de música, las terribles pruebas de velocidad emprendidas con el corazón galopante) por el típico prejuicio separador de géneros, hasta que los varones aceptaron su utilidad. Teclear utilizando todos los dedos es un mecanicismo favorecedor de cualquier emprendimiento de escritura. Con máquinas para escribir y para comunicarse quedaba levantada cualquier institución.

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Así llegamos a la era computacional. Que los españoles llamen ordenador al aparato y nosotros computadora, por ser más aceptadores de los vocablos que provienen del inglés, no importa nada. Lo cierto es que instalamos esta máquina –y a todas sus réplicas– en el centro de nuestras vidas. Desconozco con qué argumentos los profesores conseguirán insistir en los afanes de la caligrafía para convencer a los niños de que la utilización de la letra manual merece algún esfuerzo. La computadora simplifica, conserva, organiza, recuerda el saber. Basta un clic para volver a la página que se quedó a medias, otro para recuperar lo avanzado de una lectura. Escribir con varios espacios abiertos es actividad habitual y por eso, la exigencia del texto correcto debe ser mayor en nuestros días.

Ni qué decir del aspecto comunicativo. Ya no nos podemos imaginar lo que significaba esperar “la vuelta” del correo. Así se decía: “a vuelta de correo cobrarán el estipendio”, “a vuelta de correo recibiré autorización” y esa medida no tenía tiempo fijo. Sin embargo, los amantes del estilo epistolar defienden que había un encanto en la agonía de la espera, en las incertidumbres del tránsito.

Hoy experimento gozo en mi contacto permanente con una computadora (en realidad, con varias). Hasta le agradezco que me permita tener intercambio prescindiendo de la presión de la voz humana. Que esté disponible las 24 horas de una manera tan “viva”, tan silenciosamente presente. Que sea la herramienta imprescindible en la “hazaña” de una nueva tesis.