Cecilia Ansaldo Briones
Cuando una mira los siete días anteriores para echarle mano a un tema del cual escribir, se arma un jaleo en la conciencia. Todo parece digno de comentario, pero viéndolo bien, nada más claro y elocuente que la vorágine del tiempo engullendo otro lapso de nuestra vida. ¿Para qué insistir en lo perdido? Sin embargo, por algún resquicio resuena la voz de San Agustín con su lapidaria sentencia: “El presente mirando el pasado es memoria, el presente mirando el presente es la percepción inmediata, el presente mirando el futuro es expectativa”. ¿Qué nos queda sino enfrentar sin evadir. Porque cualquiera de estas perspectivas nos empuja de bruces sobre la realidad.

Entonces, entre Gadafi y Elizabeth Taylor, entre la Consulta Popular y las responsabilidades sobre los neonatos muertos, se columpian los hechos de una semana, significativa porque está a nuestra espalda –entonces ya es memoria–, ejemplarizadora porque percibimos sus hechos en un momento específico –fueron presente Semana vivida–, aleccionadora porque abre caminos –se cuajarán en consecuencias en el futuro–. El problema de Libia nos ha desesperado por una serie de razones que hasta tienen que ver con el azar (que Japón haya distraído la atención o servido de excusa a la OTAN para su tardía reacción), nos da lecciones sobre los excesos del poder y sus terribles consecuencias (¡útil San Agustín!).

La gran diva de los ojos violeta se ha ido conmoviendo a los cinéfilos que crecimos viendo sus películas. Para qué tanta mención a su vida personal si basta focalizar sus ataques delirantes en De repente en el verano, y sus peleas de esposa ebria en Quién teme a Virginia Woolf, para sufrir el pasmo estético que es indiscutible efecto del real arte. Liz fue actriz en toda la palabra, pese a una vocecita aniñada que no concordaba con la pasión con que impregnaba sus roles. Imagino que este fin de semana habrá un volcamiento añorante a sus filmes para sacar del pretérito sus enormes dimensiones artísticas. Ella ya es eterna.

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La discusión sobre el adelanto de la campaña sobre la Consulta Popular quedará en nada. Quien tiene el poder siempre encuentra argucias para justificar sus acciones. Y gran cantidad de ciudadanos, una vez más, acudirá a las urnas, presionada por una obligación, bastante a ciegas de las implicaciones de sus respuestas. Estamos muy lejos de contar con un pueblo de intervención electoral consciente.

¿Qué hacemos frente a la frecuente noticia del quehacer delincuencial? Añadirlo al anecdotario de la conversación y desear que no ocurra con cada uno de nosotros. Una revista universitaria que está hoy sobre mi escritorio describe con ingenio lo que la autora llama “Deontología guayaca”: el temor de ser asaltada en cualquier momento. Esos jóvenes que viajan a diario en transporte público pasan a menudo por la experiencia del robo, el insulto, la amenaza y han hecho del sentimiento del miedo parte consubstancial de sus días. ¿Le importa en realidad a alguien esta circunstancia destructora? ¿Qué signos visibles de algún cambio genera la intervención de cualquier clase de autoridad?

Y así cada semana. El instante fugaz se congela cuando deja huellas –ya nos dijo un poeta modernista: “¡Oh amor eterno el que un instante dura!”, en ese acertado juego con las palabras que siempre significa más de lo que dice–. La vida cotidiana va eslabonando cifras de tiempo, pero en realidad arrasándolo todo.