El jueves, como de costumbre, grupos de pescadores artesanales de El Matal, cantón Jama-Manabí, se adentraron al mar para cumplir con sus faenas de pesca sin presumir que un tsunami asolara un día después a Japón y generara una alerta de olas gigantes para todo el perfil costero ecuatoriano.

Los pescadores estuvieron en alta mar durante la emergencia que movilizó el 11 de marzo a miles de personas a albergues, zonas altas y ciudades alejadas de las playas. “El mar como que sí se puso bravo; los pescados desaparecieron, era raro lo que pasaba pero qué nos íbamos a imaginar que eran olas de un tsunami”, evoca Carlos Alvarado Cevallos, de 45 años, uno de los ocho tripulantes de una embarcación que avanzó 13 millas (20,8 km) y que la madrugada del sábado recién tocó tierra.

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Carlos Intriago, de 35 años, oriundo de la misma comunidad manabita, iba en otra nave, pero aquel vaivén inusual de las aguas pasó inadvertido para él y sus dos compañeros que se enteraron de la alarma al siguiente día cuando familiares y amigos los recibieron en la playa.

Estos pasajes muestran cómo vivieron esa jornada pescadores que se adentraron al mar ajenos a la noticia del destructor evento. Las llamadas por celular de esposas, madres e hijos llegaron a la víspera del regreso, luego de horas de angustia, de intentos vanos, pues la señal no entraba a los aparatos y muchos salieron sin radios y no oyeron los avisos de las capitanías.

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En El Matal, la Policía obligó a evacuar a grupos que permanecían en la playa esperanzados en ver regresar a los suyos; en muchos casos el ansiado retorno se dio al día siguiente.

Lissette Cedeño dejó la playa implorando protección para su esposo, Stalin Moreno. Invocó a san Pedro y san Pablo, santos de pescadores. “Solo sentimos el cambio del mar, que se agitó”, dijo él al reencontrarse con su mujer. Otro cambio que vio Moreno fue que la pesca de entre 8 y 10 quintales se redujo a la mitad por falta de pelágicos.

Gregorio Baylón, pescador de Santa Rosa, Salinas (Santa Elena), supo a las 18:00, en plena faena, que se encontraba en una situación de riesgo. “Ya no pudimos regresar, pero mejor porque en el puerto el agua reventaba fuerte”, dice el hombre que confiesa que mientras esperaba en el mar durante las últimas horas del viernes y las primeras del sábado, junto con tres compañeros, “todo fue rezo”. Al final, el mar “no braveó”.

Y mientras un día antes del tsunami salieron diez fibras de El Matal, lo que representa al menos 30 pescadores artesanales, de Santa Rosa habían zarpado unas 300; pero más de la mitad regresó a tierra antes de las 16:00 del viernes, según Ramón González, dirigente de ese puerto peninsular.

En Posorja (Guayas), Freddy Crespín fue uno de los pescadores que abordaron sus fibras y desafiando el miedo salieron a buscar compañeros que zarparon sin enterarse de la alerta. Tras cuatro horas, familiares apostados en la playa empezaron a ver que regresaban.

En Jaramijó, Freddy Mero fue uno de los pescadores que recibieron la alerta y regresaron a tierra, donde con sus colegas unieron fuerzas para alejar a las fibras de las playas.

En Esmeraldas, Carlos Franco, dueño del barco Conchita Cero, recibió la instrucción de que su nave más bien debía adentrarse cinco millas en el agua para minimizar el impacto de las olas. “Mi familia no me dejaba ir, yo mismo no quería, pero salí y gracias a Dios no pasó nada”, dice el hombre que pagó “el triple” a dos marineros para que lo acompañaran. En esa ciudad costera, como en otras del país, la gente evacuó.

El evento causó tensión mar adentro, pero también en los bordes costeros que recibieron la arremetida de olas doce horas después. “Casi nos ahogamos con mi hijo”, dice Luis Limón Soriano, de 42 años, al describir “la tragedia” que vivió entre las 23:10 del viernes y 03:00 del sábado cuando luchó contra el vaivén del agua con tal de rescatar los motores de sus dos fibras ancladas en el puerto de Santa Rosa, en la Península.

En medio de embarcaciones chocando entre sí, un embravecido mar, decenas de pescadores buscaban sacar sus aparatos, redes y pangas. Sin embargo, unas 400 fibras resultaron dañadas y sus dueños tramitan la ayuda estatal para recuperarse del golpe de la naturaleza.

En otros puertos, excepto en Puerto Ayora (Galápagos), el impacto de las olas fue mínimo, pero ya los pescadores se habían esforzado por alejar sus naves de las playas como medida de prevención.

No salieron a pescar ese sábado sino hasta el domingo. En Playas porque “el mar se hinchaba”, cuenta el pescador Faustino Yagual, de 60 años, quien tomó el episodio como una anécdota más para los hombres que viven del mar.