Cecilia Ansaldo Briones
El narrador y cineasta chileno me ha fallado a dos citas a lo largo de veinte años, y yo llego, relativamente a tiempo, al encuentro con su obra. Acabo de leer Missing, su último libro, acicateada por el generoso comentario que le dedicó Vargas Llosa en diciembre. Con toda la historia literaria del escritor en la cabeza, tenía que recalar en esta pieza híbrida, propia del Non fiction estrenado por Truman Capote con la inolvidable A sangre fría.
Eso de las citas fue cosa del azar. En Santiago, no acudió a una invitación a la casa de Marcela Serrano, donde yo iba a conocerlo; en Quito, canceló a último momento su viaje para presentar Las películas de mi vida, tarea que a mí se me había encargado. Pero yo leo sus libros desde que a mediados de los noventa, universitarios chilenos me confesaron que amaban su narrativa. Fui ingresando en Malaonda, en Sobredosis, que desarrollaban historias de gente airada, frustrada, de jóvenes marginales y rockeros, escritas con un furibundo uso de chilenismos como si no le importara dejar al margen de la comprensión a los lectores no nacionales. Algunos años después vino Tinta roja, un descarnado muestreo de los procedimientos de la prensa dedicada al seguimiento del crimen.
Propuso un interesante debate cuando emprendió McOndo, la antología de narradores latinoamericanos que demostró cuán superado estaba el realismo mágico en la hornada de escritores de finales del siglo pasado. Desde 2005 también podemos seguirlo en el campo cinematográfico, porque escribe guiones y dirige películas. No ha abandonado su práctica del periodismo y su blog Apuntes autistas exhibe una dinámica diversidad de temas, todos escritos con un estilo incisivo, donde abundan las frases lapidarias.
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Me perdí la última oportunidad de conocerlo en el 2009 porque por fin llegó a Quito, como miembro del jurado del festival de Cero Latitud. Pero no lo lamento demasiado. La presencia de los escritores y artistas produce cierto “idolismo” que podría resultar intrascendente. Mi fidelidad se apuntala sobre los libros. Por eso leer Missing –considerado el mejor libro del 2009 por la Universidad Diego Portales–, ha confirmado mi afinidad espiritual con el autor. Yo no hablo con modismos, no vengo de una juventud desquiciada por el rock o la droga, sin embargo me conecto perfectamente con la incomodidad de vivir buscando, con afán, significados a todos los pasos humanos, aunque no los tengan. Y eso late en cada obra de Fuguet.
Este libro, incubado por años y que se publica con una primera parte que declara intenciones y riesgos, revisa una de las grandes verdades-mitos sociales: la familia. Y el autor sabe que tocando ese tema abrirá muchas llagas, más que nada, la de sus próximos. Porque Missing no es una novela aunque utilice todas las herramientas de la narrativa. Es la historia de un pariente muy cercano y su avatar en los Estados Unidos. Inmigrante forzado, el tío Carlos –cuya auténtica foto ilustra la portada de esta obra– parece la neurona enferma de un cerebro, que irradia choques permanentes al gran núcleo familiar. Y destroza su existencia al “borrarse” voluntariamente de su contorno sanguíneo. Entonces descubrimos por qué Fuguet hace una diferencia entre estar desaparecido o estar missing. El primer término vale para los procedimientos políticos de los regímenes totalitarios que dominaron el Cono Sur; el segundo, señala el voluntario alejamiento de todo lo que se creía propio. Es desaparecer a voluntad.
En Missing, Fuguet es tan personaje como el tío Carlos. Los abuelos destructores, los padres débiles, los primos ausentes explican que dos seres, tío y sobrino, hayan elegido caminos muy diferentes. Felizmente, el drama del autor se convirtió en literatura.