Cecilia Ansaldo Briones
Muchas veces las instituciones y los escritores me favorecen con envíos a mi domicilio de libros recientes. Soy infinitamente grata con ese gesto que me mantiene, más o menos (solo más o menos) enterada del escaso movimiento editorial de este país. La tradicional distancia interprovincial en materia de publicaciones se mantiene, y se hace natural desconocer qué se publica en cada punto del Ecuador. Pero no es natural, es un error y un horror.
Muchas veces no me doy cuenta de quién parte la iniciativa del envío, como en este caso, cuando tengo –maravillada– entre manos, un tomo rectangular, de endeble pasta negra que contiene los nueve números de la revista Pucuna, que se publicaron entre 1962 y 1968, en Quito, por iniciativa del grupo literario más emblemático y sacudidor de conciencias de este país, los Tzántzicos. Esta reedición facsimilar ha sido cuidada por Raúl Arias y financiada por el Consejo Nacional de Cultura el año pasado.
¿Por qué es tan valiosa la circulación de este material que ha de pasar inadvertido, al menos en Guayaquil? Porque los interesados en la literatura nacional contamos, desde ahora, con la voz directa de los famosos rebeldes de los sesenta. Jamás había tenido frente a mis ojos los ejemplares de esa revista, de no ser por citas y fragmentos en otros libros que se apoyaban en ellos para estudios y testimonios. Durante esa década yo era estudiante de colegio y para cuando me incorporé a la universidad, el tzantzismo empezaba a ser referencia de posición crítica con la que había que contar. La radicalización de la izquierda ecuatoriana literaria se produjo en los setenta y sus ecos se dejaron sentir en las acciones del Frente Cultural y otra revista, la también famosa La bufanda del sol. Pero a Guayaquil, de estas batallas, llegaban ecos, nombres sueltos, alguna vez, un ejemplar. En años recientes, con trabajos como el de la estudiosa quiteña Susana Freire en su libro Tzantzismo, tierno e insolente, podemos mirar los hechos en su conjunto.
Publicidad
Con Pucuna completa entre las manos, se puede pensar en muchas cosas. En que su Manifiesto, por ejemplo, proclama ideas muy parecidas a las que hoy se expanden por los medios del Estado, positivas en lo que tiene que ver con el rechazo a la concepción de que la cultura proviene de altos estratos sociales y se encierra en cenáculos. Válidas en que el Arte es la libre expresión del espíritu de los pueblos, sin trabas ni manipulaciones. Que una sociedad mestiza como la nuestra, no puede marginar a sectores por razones de raza o dinero (hoy ampliamos los cauces de la proverbial marginación). Con una infinita confianza en la poesía, se creía que ella “descubre lo esencial de cada pueblo”.
En estas rápidas menciones, me digo, tenemos que seguir siendo tzántzicos. Pero en otras líneas encuentro una tendencia repetida a introducir matices despectivos en los textos a costa de feminizar. Cuando se habla o escribe así, el discurso del inconsciente se pone al lado del dizque justiciero pero dual discurso racional, es decir, de manera explícita se proclama que todos somos iguales, pero de forma implícita brota la idea de que lo femenino es inferior. El mismo Manifiesto menciona que “la Poesía se había desbandado ya en femeninas divagaciones alrededor del amor”. Podría poner más ejemplos.
La minuciosa lectura me llevará más tiempo. Festejo la idea de esta publicación porque es verdad que hay que hacer “justicia a la memoria histórica”.