Cecilia Ansaldo Briones
¿Qué ha ocurrido con este prototipo cinematográfico que ha captado la atención de las jovencitas? En la última década el personaje de los colmillos afilados ha ido adquiriendo, para la pantalla grande, rasgos cada vez más seductores sin perder su significado originario.
Como todos sabemos el arquetipo proviene de la literatura. Fue el médico de Lord Byron, Johnn Wiliam Polidori, quien en la misma noche cuando se gestó Frankenstein en la mente de Mary Shelly, concibió la primera historia sobre un chupador de sangre. El hecho no niega que en las tradiciones populares se sostuviera desde antiguo la humanización fantasmal de un ser que se nutre del contenido de las venas. Luego de Drácula (1897) del irlandés Abraham Stocker, el personaje quedaba fundado para que en años venideros fuera el cine el que le sacara el mayor partido.
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De esa manera asistimos al paulatino desfilar de Vladimir Tepes, Nosferatus e incontables réplicas de este esquema de comportamiento (se podrían entender, así también, a los personajes de ficción) que la imaginación ha llevado a extremos. De los pálidos y desencajados hombres maduros que se apropian de la voluntad de las mujeres con tan solo mirarlas (en medio de una semiótica completamente consagrada: capas negras, murciélagos voladores, perros vigilante, sarta de ajos y crucifijos), hemos devenido a guapos adolescentes en ropa deportiva actual.
La versión que más me ha llamado la atención (sin olvidar jamás al torturado vampiro Louis, de Ann Rice que sufría por tener que matar), es la de la también norteamericana Charlain Harris, autora de la novela Muerto hasta el anochecer, que da pie a la serie televisiva True blood. Ella plantea a su héroe en un tiempo en que ya se puede acercar a un bar a pedir “sangre sintética embotellada” para sobrevivir, y que, en cambio, sufre la agresión de delincuentes humanos porque el fluido sanguíneo vampírico “aliviaba de forma temporal los síntomas de las enfermedades y aumentaba el vigor sexual”, es decir, los pájaros disparan contra las escopetas. Vueltas de cierta relativa creatividad que inventa a base del legado de otros.
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La misma literatura es vampírica porque se alimenta del enorme pasado, porque va y viene y se transforma según los signos de los tiempos. No es cosa de reprochárselo a nadie, tal vez represente un riesgoso camino en el cual el receptor, con hambre insaciable, quiere más y exige productos que acusen novedades. Pero ¿hacia dónde marcha esta vertiente, al parecer inagotable, de significados? ¿Acaso tendemos pasivamente a aceptar que en el amor siempre alguien se nutre del otro, que esa “devoración” con ojos inyectados es la apropiación perfecta de la entrega, en la que alguien toma y otro goza con ser tomado?
Y como es tan amenazador el sentido oculto, ahora los vampiros se suavizan, se resisten a morder a la amada para no otorgarle una inmortalidad maldita. Pese a las libertades sexuales contemporáneas todavía sobreviven los discursos sobre la castidad.
Por este camino de reflexión hasta he ido a parar a los vampiros emocionales. ¿También estarán contenidos en las hermosas fieras del cine de hoy aquellas personas que manipulan para controlar a sus amantes y amigos, aquellos que juegan con la proximidad y lejanía, los que suavizan tratos y descartan relaciones a su albedrío? Vienen casi siempre vestidos con el discurso de lo diferente: son “artistas”, “rebeldes”, disparan historias imaginarias al granel, se ríen de las convenciones sociales. Por allí andan… buscando siempre la próxima víctima.