Cecilia Ansaldo Briones
Mientras Brasil nos acostumbró a sus coloridas historias de florilegio escenográfico, de numerosas locaciones y prefijados esquemas (¿se han dado cuenta de que siempre alguien pide calma en las escenas intensas o que dice “todo está bien” al estilo norteamericano?), México se había quedado atrás con un regusto criollista y popular en sus dramas de vecindario (aunque fueran de lujo). Con Las Aparicio –exhibida por Teleamazonas en horario nocturno, y bien tarde para que no se quejen los padres de familia– la producción mexicana se despabila y nos lanza al rostro un serial desafiante, audaz y cuestionador, coctel que raspa la garganta y pone incómodos a algunos receptores.

La familia aludida con el apellido tiene un halo mítico, porque como las amazonas griegas, solo está integrada por mujeres. Una maldición parecería flotar por encima de las cabezas de tres generaciones: la matriarca es viuda tres veces, dos hijas han perdido también a sus maridos, y la primera de las nietas quiere llevarles la contraria a los rebeldes principios de sus mayores. Las profesiones de las hijas permite la apertura hacia otras personas con intensas y modernas problemáticas. Si Alma es psicóloga y tiene una galería de arte, a sus talleres llegarán mujeres que por medio de charlas le encontrarán palabras a las agudas desazones que las desequilibran; si Mercedes es abogada, a su bufete van a parar las luchas de féminas desplazadas y traicionadas.

El hogar de las Aparicio es espacio de diálogo abierto y de análisis de la vida –hasta la criada tiene expresión inteligente y se sienta a la mesa de las señoras–, en los sitios de trabajo siempre hay un punto de conflicto que solucionar, alguna psiquis femenina que apuntalar luego de testimonios de infidelidad, baja autoestima o sexualidad descuidada. Se le ha rechazado a la producción la imagen negativa de los hombres de la historia, la insistencia en varones mediocres, rijosos y manipuladores. Pero esta es una elección de sus creadoras (las dos guionistas son mujeres) que vale como cualquier otra.

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La fotografía prefiere los ambientes penumbrosos, los tonos mate; las mujeres se visten, preferentemente de negro; un toque de ironía y de humor sardónico salpica los diálogos; las actuaciones de actrices hermosas y de paso firme, convencen. A ratos la voz en off que conduce cada capítulo sentencia demasiado (pero ese recurso no le molestó al público de Esposas desesperadas), o las explicaciones de la personaje que hace de psicóloga resultan académicas. Pero una veta de realismo mágico nos hace convivir con un fantasma y la nieta pequeña ilumina con chispazos de lucidez infantil. De todo un poco.

Que haya oportunidad de tratar temas como el aborto y la homosexualidad también marca que se trata de una telenovela para adultos. Y que el tratamiento sea abierto, desprejuiciado, sin ahorro de escenas intimistas, la pone en la línea de los productos que siendo televisivos nos llegan con lenguaje de cine.

De diez a once de la noche el contraste es tremendo de canal a canal. Pasamos de la exigente atención a este mundo de penumbras, a las simpáticas frescuras de Rosita, la taxista. Y me regodeo en la posibilidad de elegir, combinar, complementar, cortar y escapar de la abrumadora publicidad. El control a distancia del televisor es uno de los grandes inventos de nuestro tiempo.