Si la camisa le quedaba floja a Fidel Araujo, es porque llevaba debajo un chaleco antibalas. Si los policías dieron vivas al ex presidente Lucio Gutiérrez, es porque quisieron secuestrar al primer mandatario, Rafael Correa. Si una de las puertas del Hospital de la Policía estaba cerrada con candado, la única explicación que se admite es que su director participó de un intento de magnicidio. Si un grupo de ecuatorianos acudió a una conferencia pública en Miami, entonces todos los asistentes son la cúpula directiva de un golpe de Estado. Este método se lo emplea incluso cuando hay suficientes pruebas para sancionar a los acusados. Marcelo Rivera, por ejemplo, encabezó a una turba que atacó a funcionarios de la Universidad Central, pero como ya no es aliado del régimen, en lugar de acusarlo por ese delito se lo condena por terrorismo, lo que implica una sentencia muchísimo más dura.

Esta interpretación delirante de los acontecimientos políticos tiene una sola intención, la de justificar el atropello al debido proceso y que la opinión pública admita, por primera vez en muchísimos años, la existencia de presos políticos.