Cecilia Ansaldo Briones
Ver la serie Spartacus, blood and sand que se exhibe por HBO, me ha recordado mis tiempos de consumidora de cómics. Yo pedía a mi proveedor, semanalmente, “una de Lorenzo y Pepita”, pero me fui deslizando hacia gustos más “duros”: una de Tarzán o de Superman o de… toda clase de superhéroes. Lo importante era encontrar acción, el desafío al peligro en medio de la clásica lucha entre los buenos y los malos.
Las mezclas, los cruces, las hibridaciones de los medios de expresión y del arte explican que lo que antes se daba por separado hoy se nutra de un ámbito a otro. De las proximidades del cine y la literatura, por ejemplo, se ha escrito utilizando galones de tinta. De las influencias del periodismo en géneros más conservadores, también. Las tecnologías de la imagen ya hacen naturales productos en 3D que no se quedan en el cine sino que invaden piezas que consumimos con más comodidad: en la pantalla cotidiana de los televisores. Por eso algunos dicen que el agotado cine hollywoodense hoy ha tomado el rumbo de las series para televisión donde da excelentes frutos.
Como soy impaciente, veo series de un porrazo. En una semana –y aprovechando cada hueco en el horario– vi los trece capítulos de esta versión libre, sobre el héroe liberador de los esclavos en tiempos precristianos. Tuve que ir a Google para refrescar nociones sobre Tracia –tierra de la península balcánica y rebelde a la influencia griega– y su legendario personaje. La versión cinematográfica de Kubrick está en la memoria de quien tiene años de mirar películas. Respecto de la serie todavía no resuelvo el enigma del gusto por la sangre. Porque en estos capítulos la sangre empapa la arena del circo, corre bajo una puerta, salta del cuello de los luchadores y se expande por la imagen en lentitud sugeridora del dibujo detenido en el recuadro del cómic.
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La historia es solvente y atractiva. Combina ese desprecio absoluto por la vida de parte del señor que compraba seres humanos, (excepto cuando se los pensaba como mercancía), con arribismo socio-político, con sexo abierto y lenguaje procaz (los genitales son mencionados hasta para blasfemar contra los dioses, pese a la interesada devoción que recurre a ellos en momentos cruciales). En el corazón de su entramado, se yergue un héroe completo porque así como lucha, ama. Y su culto por la mujer amada es digno de toda la empatía del espectador.
Pero el meollo del atractivo –dicen los entendidos– está en el derramamiento de sangre. Los videojuegos, el cine barato, los informativos de crónica roja formaron a las nuevas generaciones en el gusto por la violencia suprema. Y una serie que quiere “triunfar” (léase hacer dinero y sacar alguno que otro premio en los festivales del caso), le da a su target lo que desea. Eso no le quita que guionistas inteligentes consigan armonizar un intenso dramatismo con personajes bien perfilados. Los capítulos finales concentran los conflictos de luchas entre esos titanes de cuerpos aceitados, al alcance de damas romanas que no vacilan en hacer de ellos diversiones momentáneas de lecho.
La condición humana no queda bien parada, claro está. Los amos marcan a sus gladiadores –esclavos al fin y al cabo– como si fueran ganado. Los sirvientes contemplan la ignominia y callan. Los que luchan extienden sus rivalidades entre ellos. En la gran selva del mundo, se plantea, se necesitan líderes. Y allí está Spartacus (así, con nombre latinizado) para conducir la rebelión que romperá todos los diques de la sangre. Impactante. A ratos hay que cerrar los ojos para poder continuar frente a la pantalla. Y que los padres de familia que han dotado de televisor con cable las habitaciones de sus hijos niños y adolescentes, no se hagan los desentendidos a la hora de analizar de dónde sacan tantas “lecciones” de vida.