Hace unos días llamé a una amiga para preguntarle por una hermana que tiene enferma con cáncer de mama. La encontré muy preocupada y me dijo: “Mi hermana tiene una enfermedad muy mala, pero lo peor no es eso, lo peor es que no tiene quién la cuide... La acompañé, la escuché, la saqué en sus mejores momentos a dar un paseo o a lo que sea. Ahora ella está muy depresiva y tampoco acepta la situación”.

¡No crean que esa señora vive sola; tiene marido y dos hijos mayores de edad! ¡No me extraña que esté depresiva, porque ver a los que más quieres –cuando más los necesitas– que no hacen lo que tienen que hacer debe ser duro. Y encima si te falta la fe, debe ser terrible! Enseguida me acordé de una amiga mía que hace dos años pasó por lo mismo que ella.

En cuanto le dijo el médico lo que tenía, cogió el teléfono, llamó a sus familiares y a todas las amigas para decírnoslo, pero eso sí, con el ruego encarecido de que rezásemos por ella para que tuviera fuerzas para saber aceptar la voluntad del Señor. Quería curarse, ¡por supuesto! Y así lo pedíamos; no obstante decía: ¡Bueno, que sea lo que Dios quiera! A partir de ese momento, nunca se encontró sola. Sus hijos, toda la familia y las amigas hicieron un turno para que nunca estuviera sola; así que todo el cariño y cuidado del que se vio rodeada influyeron bastante en esta valiosa mujer que ha superado la enfermedad, gracias a su fe y a la oración insistente de ella y de todos los que la queremos.

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Todo enfermo tiene derecho a una vida digna y útil dentro de sus posibilidades. Una vida con la que podamos demostrar todo el cariño y la gratitud que hay en el corazón. Una vida en la que también reciba el cariño de quienes le rodean. Por eso, las visitas a los enfermos no pueden quedarse en unos meros protocolos sociales, sino en actos de caridad y solidaridad, y de paso rezar por ellos para que sepan aceptar la voluntad de Dios.

Nieves Jiménez,
Madrid, España