Cecilia Ansaldo Briones
Me pasa a menudo que la relectura de un libro me insufla de energías e ideas que no aparecieron en la primera ocasión de contacto. Debe ocurrir, me digo, como cuando alguien se enamora de un buen amigo cuyas cualidades se conocían, pero con quien la relación no había encendido, repentinamente, el fuego.
Hoy, que por circunstancias laborales he recorrido dos veces inmediatas las páginas de Un cuarto propio –el casi mítico texto de la también excepcional Virginia Woolf–, valoro los enormes alcances de un pronunciamiento que fue original e incitador en su tiempo. Vista en el presente una publicación de 1929 –que hasta se atreve a vaticinar logros femeninos conseguibles en cien años– cumple con aquella afirmación que identifica en los escritores antenas del futuro.
Entre sus muchos aciertos, uno que más me maravilla es la breve y creativa biografía de una posible hermana de Shakespeare. Virginia transforma tanto el género de escritura que el breve libro de ciento diez páginas es al mismo tiempo ensayo y narración, y estructura sus seis partes sobre la base de imágenes o metáforas iluminadoras. Con el pretexto de descubrir qué relación tienen las mujeres y la novela avanza en zigzag con una voz, entre divertida y censora, que engarza joyas imaginativas en sus capítulos. Esa cápsula biográfica es una de ellas.
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Nos pide que imaginemos qué habría pasado si don William, el grande de las letras, hubiera tenido una hermana. Si el talento literario viene, en alguna dosis, desde la cuna, a esa niña le habrían arrebatado los libros de la mano y se los habrían remplazado por medias para tejer, por pucheros que preparar; a los dieciocho años le habrían conseguido marido y si se hubiera resistido, la habrían “tirado por el suelo”. En caso de que la desesperada muchacha hubiera huido a Londres para obedecer el impulso de su vocación, los empresarios teatrales se habrían reído en su cara (¿qué haría una mujer en el mundo del teatro si hasta los papeles femeninos los realizaban los hombres?). El samaritano que la hubiera acogido, la habría embarazado y ella, con todos los anhelos rotos, se habría suicidado.
Esta historia inventada, pese a los grandes adelantos de las mujeres –lentos en los siglos pasados, pero acelerados e infatigablemente ascendentes en las últimas, diría, sesenta décadas–, sigue siendo significativa a la hora de bosquejar panoramas sobre las mujeres artistas. Hacer caso de la fuerza de una vocación parece ser uno de los pasos fundamentales hacia la felicidad (ay de los que trabajan sin gusto, sin satisfacciones espirituales), así y todo la elección del arte, cualquiera que este sea, resulta una lucha esforzada que va sacrificando adeptos en el camino. La carga doméstica, todavía con más peso en los hombros de las mujeres, las consecuencias de la maternidad –“naturalmente” más demandante que las de la paternidad– la injerencia familiar, más visible en ellas (rezago de la idea de que las mujeres tienen que ser “más decentes”), todo empuja a aceptar la compleja realidad femenina.
¿Por qué no hay narradoras en la Generación del 30 del Ecuador? ¿A qué se debe la ausencia de autoras en el boom latinoamericano? En resumidas cuentas, ¿por qué hay menos escritoras que escritores? Todavía hay espíritus mesurados que dicen que es cuestión de decisiones personales. Yo no lo creo. ¡Cuántas hermanas de Shakespeare deben haberse seguido suicidando!