Cecilia Ansaldo Briones
La semana pasada le objeté a un alumno la utilización de estas categorías en un trabajo. Creo que no le ofrecí los argumentos adecuados, por eso aprovecho este espacio para explayar el pensamiento sobre un tema que a alguien más le puede servir.
Mi objeción no era lingüística, como se podría esperar de una profesora de las lides del idioma. Viene por otro camino. Deploro la división extrema de la vida y sus herramientas de comprensión, porque me parecen injustas y empobrecedoras. Lo bueno y lo malo, lo bello y lo feo, lo rico y lo pobre han sido el resultado del arrinconamiento de la humanidad en polos hostiles que operaron la definición de lo opuesto por negación de lo propio. Por tanto, las ideologías dominantes rechazaron al “que no es como yo”.
El concepto del sujeto simplemente diferente, tardó siglos en calar en la mente humana. Todavía seguimos oxidados en nuestro temor a las diferencias. Desconfiamos de todo el que no viva, piense como nosotros, y no practique nuestras costumbres. Cautamente hemos introducido la palabra “tolerancia” para ser políticamente correctos, pero se nos desborda el irrespeto por el otro en opiniones y actitudes. En ese panorama de cotidianeidad se nos ha colado otro par de binarios: los que dan título a esta columna.
Publicidad
Llevo años oyendo a la gente joven calificarse de ganador o perdedor, sin duda aprendido de las películas habladas en inglés. La antinomia queda ratificada porque mientras la primera categoría se menciona como un ideal, la segunda se utiliza con tono despectivo e insultador. Como maestra siempre me incliné por comprender al llamado “perdedor” por sus compañeros, y encontré en ese muchacho silencioso o en la chiquilla tímida tesoros espirituales contenidos, interrogaciones profundas que no se atrevían a sacar a la luz por falta de oportunidad o de dialogante apropiado. Iban en medio del bullicio con su música por dentro. Se sentían mejor fuera del foco de atención. Estaban a la espera de un momento desconocido.
Luego los he encontrado en la madurez. Algunos se han transformado lo suficiente como para vivir en sociedad sin desentonar demasiado. Pero mantienen sus curiosidades y las han realimentado. Han sufrido lo suyo, sin embargo han aprendido lecciones de esas cuotas de dolor y marginación porque de hecho, siguen siendo diferentes. No les interesa ser líderes de nada, mas no tienen el espíritu aborregado. Un áurea de autonomía los circunda y defienden con pasión el derecho a ser auténticos.
Los ganadores tienen puestos visibles. Desde tiernos dirigían el grupo, daban órdenes –aunque no fuera para buenas acciones– conseguían la representación estudiantil. Trataban de destacar en todo, tal vez por eso, no siempre eran proclives a la reflexión (tenían demasiadas cosas a la espera) y en la imperatividad de su accionar, se equivocaban. A veces, mareados por el gusto de mandar, utilizaban su carisma en iniciativas vanas. Naturalmente, estas personalidades hoy dirigen empresas, instituciones, el país. El problema mayor radica en que los errores cometidos en las altas esferas no tienen consecuencias solamente individuales o en círculo reducido.
Publicidad
No, no me gusta el perfil de los ganadores. He vivido lo suficiente como para haber sido arrastrada, en varias ocasiones, por los desaciertos de dirigentes. Y como creo que la mayoría de los seres humanos no habitamos en polos, sino en una ancha banda intermedia y gris, encuentro sabiduría en sobrevivir y hasta en “perder”.