Cecilia Ansaldo Briones
El lector me perdonará que peque de monotemática en ciertas áreas. Pero la reflexión se me impone cuando me salen al paso ciertas realidades que me obsesionan. Con el  Manual de la Nueva gramática de la lengua española  frente a los ojos, vuelvo sobre el tema del idioma.  Impresiona el poder de condensación de la Academia al advertir que las 4.000 páginas de los dos primeros tomos se han convertido en 950.

El Manual –que se conocerá así, con tan solo esa palabra– a decir de don Ignacio Bosque, conductor del ingente trabajo tanto de redacción como de síntesis, el libro tiene el propósito de  “simplificar los contenidos sin devaluarlos ni trivializarlos”. Da gusto leer este tomo que dentro de la misma estructura de la Nueva Gramática aligera la nomenclatura especializada, reduce las explicaciones, apunta a lo nuclear.

Sin embargo, adelanto las dificultades que se desprenden de la básica actitud de estas versiones de la gramática española: su carácter poco normativo, su amplitud de acoger variados usos lingüísticos, a veces, hasta opuestos. La mayoría de los hablantes ha sido educada bajo un régimen de normas: “el verbo abolir es defectivo, no tiene por tanto conjugación en primera persona del presente de indicativo”, se nos decía. Y todos tan contentos, de tal manera que nadie espetaba un “yo abolo”, peor, un “yo abuelo” en sospecha de que fuera verbo irregular.  Y así desfilaban a lo largo de nuestra escolaridad lo que era un decir correcto en rechazo a lo incorrecto.

Publicidad

Ahora, la Nueva Gramática con un sello de tolerancia muy propio de nuestros tiempos, anuncia un hecho básico –por ejemplo: los plurales en españoles se construyen en la mayoría de ocasiones aumentado una s a las palabras terminadas en vocal y es, a las terminadas en consonante–  y continúa admitiendo la larga lista de casos diferentes: sóviets, robots, debuts, donde se exhibe un uso propio de idioma extranjero.  O en casos más visibles: las palabras agudas terminadas en í como bengalí, israelí, pakistaní tienen dos posibilidades, nos dicen,  bengalíes, israelíes, pakistaníes  o  bengalís, israelís, pakistanís,  pero la primera forma es más elegante. Que el usuario elija.

¿Hacia dónde apunta con este talante? Hacia el impulso a la decisión propia, a la toma de partido, al estilo personal., al respeto a las inconscientes elecciones colectivas.  Y en eso radica la dificultad. De mi larga experiencia de lidiar con estos temas, observo que el hablante quiere reglas claras a las que atenerse, a que alguna autoridad –y qué mejor que la Academia de la Lengua– le diga cómo es el uso correcto y apoyado en ello, sentirse cómodo el resto de la vida. Aunque se insista en que cada idioma es un organismo vivo y por eso cambia constantemente, los usos asentados en temprana edad se entronizan en la mente y el hablante no  está dispuesto a reconsiderarlos.
Conozco a mucha gente de venerable educación que mantiene la vieja conjugación del verbo haber, que dice “saber” en vez de “soler” y que no ha percibido que los sustantivos “calor” y “lente” se usan ahora, dominantemente, en género masculino.

Concluyo en que los maestros tienen un nuevo desafío: demostrar que en gran cantidad de situaciones lingüísticas deben transmitir orientaciones y no normas.