Cecilia Ansaldo Briones
No recuerdo quién creó este nombre. Debo haberlo tomado de algún ingenioso porque yo no lo he inventado. Aparece en mi memoria cada vez que me doy de bruces con cualquier actitud o comportamiento trastornado.
Y como si fuera Comala o Macondo, territorios de la ficción que tienen –a costa de sus autores– identidad propia, Absurdistán, la tierra de la incoherencia, se levanta en cualquier lugar del Ecuador. O es el Ecuador mismo.
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Para probarlo bastan dos botones. Y no los voy a tomar del ámbito macro de las grandes decisiones, esas que por ambiciosas y proyectadas tienen consecuencias en las grandes mayorías, esas que, suponemos, emergen de agudos talentos y excelentes intenciones. Se trata de la vida cotidiana, del avatar diario, que ya sea vista desde el ángulo de la rutina, es gris y ordinaria, ya sea desde la perspectiva del orden, es eficiente y bien aprovechada. Como decía alguna vez, en varios momentos del año, al ciudadano común nos atrapa la burocracia. Y andamos de aquí para allá con los formularios del caso, con las fotocopias a color (ya el compañero de columna Fernando Balseca nos hizo reparar en la bodega infinita que debe haber en algún lugar de los dominios estatales para archivar tanta reproducción fotostática). En los países relativamente adelantados, el peso de la tramitación se lleva por vía electrónica. Nosotros estamos lejos de eso.
Cuando me quejo de las dificultades, los funcionarios me dicen, muy iluminados: “envíe a alguien que haga la fila, que presente la solicitud”, como si yo misma constituyera una oficina con dependientes a mi cargo.
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Mi primer botón tiene que ver con el Conesup. Mi condición de catedrática universitaria debe ser probada –¡treinta años después!– con el consiguiente certificado de contar con título debidamente inscrito en los registros de la institución que vigila la marcha de las universidades. Se me irá un día solicitando tal certificado que entregaré a la misma universidad donde me gradué. El tal papelito tiene datos que reposan en ambos lugares hace mucho tiempo.
El segundo tiene que ver con la inefable Comisión de Tránsito. Cada vez que hago un trámite que tenga que ver con ella, me preparo mentalmente para el absurdo. Hoy no podía ser de otra manera. Aunque me corresponde el mes de septiembre para matricular mi vehículo, según el actual sistema, me dirigí esta semana a la revisión, por aquel heredado fanatismo (culpables son mis padres) de vivir con orden. Me encontré con que ya el centro de revisión situado en la carretera a Puerto Marítimo –cercano a mi domicilio– solo atiende a vehículos de alquiler. Los particulares tienen que dirigirse, para mi desgracia, al otro extremo de la ciudad. Pregunté por la lógica de la decisión. Ni me entendieron. Inquirí que cuándo y a través de qué medios habían hecho conocer el cambio, admitieron que por ninguno.
El caso del teléfono descompuesto hace tres meses lo conté la semana pasada. A ello debo agregar que he seguido llamando al número 100, extensión 3, de la Corporación de Telecomunicaciones solo por el gusto de insistir frente a alguien por mis derechos. Señoritas muy educadas, de habla serrana, me dicen que tienen que notificar a Guayaquil para que me “direccionen” a un operario. Y allí queda todo.
Dígame el lector si vivir en Absurdistán no nos hace más sabios, más pacientes, más humanos.