Editorial | The Boston Globe
EE. UU.

La guerra en Afganistán no terminará con una ceremonia formal de rendición, sino con un acuerdo negociado que sea aceptable para un número suficiente de las facciones correctas de insurgentes. Este debería ser el objetivo limitado de la ofensiva que tropas estadounidenses estarán preparadas para llevar a cabo en este verano y otoño en las provincias del sur de Afganistán. Sin embargo, casi no hay probabilidades de que la reciente oferta en público del presidente afgano Hamid Karzai, con respecto a una reconciliación con el talibán, proporcione un atajo hacia ese objetivo.
La guerra no terminará hasta que el principal componente del talibán, la red encabezada por el mulá Omar y con cuarteles generales en Quetta, Pakistán, pierda la esperanza de regresar al poder. Ese recalcitrante grupo denunció el plan de reconciliación que Karzai sacó a colación en una reciente conferencia para reunir fondos en Londres, desdeñándolo por considerarlo una señal de debilidad.
Omar no está a punto de aceptar las condiciones de Karzai para la paz: renunciar a sus vínculos con Al Qaeda y ceñirse a las normas del juego democrático. Omar no tiene interés en ganar unos cuantos puestos del gabinete en un gobierno de Karzai; quiere restablecer el control talibán sobre un califato islámico. De manera similar, sabe que sufriría una humillante derrota en una elección con votos secretos, y cuenta con suficiente dinero de la heroína para desdeñar cualquier soborno de la tesorería de Karzai.

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Así que, aunque combatientes locales que tienen laxos vínculos con el talibán pudieran ser socios razonables por la paz, no se puede alcanzar acuerdo alguno con la dirigencia del talibán. De cualquier forma, existen maneras de apresurar el final de la guerra. Una de ellos fue ejemplificada por un trato reciente entre las fuerzas armadas de Estados Unidos y la tribu shinwari, de 400.000 integrantes, en el este del país. El hecho que oficiales estadounidenses necesiten canalizar un millón de dólares en proyectos para desarrollo directamente a los ancianos shinwaríes, pasando de largo el gobierno central de Karzai, refleja una conciencia de la flagrante corrupción de ese gobierno. De cualquier forma, el trato proporciona un modelo para acuerdos similares que pueden hacerse con líderes regionales y comandantes de insurgencias locales, los cuales no comparten la motivación religiosa de Omar.

Sin embargo, la guerra no terminará hasta que la pandilla de Omar en Quetta sea sacada del juego. Hacer eso requiere de dos medidas principales. La primera radica en sacar de raíz a los combatientes del grupo de las provincias sureñas, donde prevalecen los pastunes, de Helmand y Kandahar.

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La segunda está en prevalecer sobre el ejército paquistaní para que dejen de permitirles a Omar y sus seguidores que usen Quetta como refugio seguro.
Es factible hacer ambas. El resultado pudiera no ser la transformación de Afganistán en una democracia liberal de tipo ideal, sino que una vez que se impida al talibán tomar el poder de nuevo, la administración Obama debería declarar la victoria y retirarse.

©Distribuido por The New York Times News Service.