Han pasado dos semanas del terremoto que destruyó Puerto Príncipe, Haití. Soy ecuatoriano, de 43 años, lucho contra el cáncer hace más de tres años. La última vez que estuve allá fue antes de Navidad.

¿Hay una real posibilidad de que ese país inicie un proceso de desarrollo? Sí lo creía, y lo creo. El haitiano es trabajador, solidario, bueno. A pesar de la crisis económica en Estados Unidos, Haití ha aumentado el volumen de remesas; estas se incrementan cuando pasa por mayor inestabilidad política o económica, como ocurrió durante los embates de los huracanes (dos años atrás) o las crisis políticas y de seguridad (hace cuatro años). Los montos unitarios de cada envío de remesa son bajos, pero eso les permitía sobrevivir. Una amiga me dijo: “Te vas a enamorar de Haití”, y me enamoré de su cultura, tesón, compromiso de organizaciones humanitarias, como las monjas que manejan el orfanato en Cite Solé. En mi amor hacia Haití ha habido esperanzas y ahora lágrimas. Qué irónico que el mundo recién se entere de que hay una nación negra en el Caribe americano que tiene frontera con EE.UU., donde los niveles de pobreza riñen con nuestro sentido de humanidad; o que Simón Bolívar recibió apoyo militar y económico de Haití para el proceso que nos dio la libertad a la Gran Colombia, y que los nombres en francés que aparecen en las actas históricas son haitianos -negros- que murieron por nuestra independencia. Haití me ha enseñado que mi enfermedad es nada más que eso, y mi vida la debo vivir con pasión a pesar del dolor. Apoyar a Haití no es un acto de bondad, es una obligación; no es darle lo que nos sobra, sino lo que les sirve.

Renato Pérez Dávalos,
economista, Washington, EE.UU.