Con pena debemos constatar que desde hace un par de décadas al menos, la tradición de quemar el año ha ido perdiendo su carga cultural propia. El interés de muchos ciudadanos ya no es representar el fin de doce meses de acontecimientos buenos y malos, como antes, sino simplemente festejar con los niños exhibiendo algún personaje de la televisión o el cine. Si se tratase de esto solamente, nada tendríamos que comentar. Cada uno debe ser libre de divertirse como le parezca. Pero ocurre que quemar muñecos tiene un costo social importante, por su dañino impacto en el calentamiento global, identificado por las organizaciones ecologistas.
Para que sobreviva la costumbre de quemar los viejos, como deseamos, son urgentes dos tareas entonces: encontrar formas para que no sea tan perjudicial, con materiales menos contaminantes; y, al mismo tiempo, incentivar que los muñecos sigan siendo –o vuelvan a ser– una verdadera manifestación cultural de nuestro pueblo, para que así su costo ecológico –incluso si se lo modera– realmente valga la pena.