Alfonso Reece D.
Como lo mencioné hace algunas semanas, el pasado mes de marzo pasé a pertenecer a un curioso grupo de seres humanos: los resucitados. Por cuatro ocasiones en veinte minutos mi corazón dejó de latir. Sendas veces un formidable equipo de profesionales médicos me trajo de vuelta y posibilitó luego una rehabilitación sin apenas secuelas. Pero fue de todas maneras una colosal experiencia psicológica, existencial y espiritual.

No quiero ser aguafiestas, como ese tétrico esqueleto del Capricho goyesco Nº 69 que se levanta de la tumba para escribir “Nada”, y respeto a quienes en situaciones similares dicen haber vislumbrado un transmundo, visto seres y oído voces, pero no tuve nada de eso. Como digo, es una experiencia espiritual, pero no relacionada con el famoso túnel de luz ni visiones similares. Pretendo el próximo año publicar un libro narrando mi vivencia…
pero puedo anticiparles, aunque no quisiera volver a pasar ese trance, que la muerte súbita no es un episodio espantoso y, puesto a escoger, elegiría morir como “la primera vez”, que fue como un breve disolve cinematográfico, en el cual el negro invadió la colorida escena de la vida. Uno de mis médicos dice que “hasta para morirse hay que tener suerte” y compara ese rápido apagamiento que es ciertamente preferible a las espantosas agonías que provocan los cánceres y otras crueles enfermedades.

El psicólogo austriaco Igor Caruso tiene un libro ingenioso titulado La separación de los amantes. Si se prescinde de algunas toneladas de ripio psicoanalítico, se pueden extraer de él algunas ideas interesantes. Les doy una versión muy breve y muy personal sobre el tema. El psicólogo quisiera saber cuál es el impacto que produce en un ser humano la peor impresión posible. Esta es, obviamente, la muerte pero, claro, nadie vive para contarlo.
Entonces busca la situación que más se parezca a la muerte y concluye que es la separación de los amantes. Es la horrorosa sensación de que te mueres en el otro. También es horrible sentir que el amado se muere en ti, esa vaciedad, esa aridez, esa decepcionante pérdida de la capacidad del amor para desatar el choque endorfínico que nos causa la inigualable emoción amorosa. Para los fines del análisis, el término “amantes” no se refiere en general “a los que aman”, sino a lo que más corrientemente se entiende por tales, excluyendo a los esposos y novios formales, porque se considera que en estos la institucionalidad social de la relación contamina la pureza del sentimiento amoroso. Es decir, ellos tienen razones para juntarse que están más allá del amor.

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No sé qué me pueden decir quienes caminan desahuciados entre dolores fortísimos hacia la muerte, pero la que algunos llaman ECM (experiencia cercana a la muerte) es anodina comparada con la vivencia mortal, nunca mejor dicho, de la pérdida del amor, que no pocas veces conduce a la enfermedad fisiológica y hasta la muerte física. Ese es el cáliz que quisiéramos que nos sea apartado para siempre.