Cecilia Ansaldo Briones
Con estas palabras empieza Julio César su célebre Comentarios a las guerras de las Galias, texto en el cual el gran cónsul da cuenta de ese rasgo repetido entre algunos magnos caudillos (Hernán Cortés, por ejemplo): saber manejar tanto la pluma como la espada. Para este artículo me sirvo de la referencia y doy el salto hacia historias más entretenidas y –¡quién lo creyera!– más leídas que aquellas sobre las cuales nuestros mayores aprendieron a leer latín. Se trata de Las aventuras de Astérix y Obélix, cómic francés que el día jueves 22 de octubre cumplió cincuenta años de haber circulado.
Está visto que los aniversarios mueven la vida. Esta fecha explica que el solitario Goscinny, el dibujante, haya llegado al número 34 con El Aniversario de Astérix y Obélix. El libro de oro, luego de cuatro libros sin la colaboración de Uderzo, el guionista, muerto en 1977. Ambos concibieron primero para un semanario, luego de forma independiente, las apasionantes aventuras de un grupo de aldeanos galos, defensores vehementes de su villa, allá por el 50 aC, en resistencia feroz, nada menos, que a las legiones del inclaudicable Julio César.
¿Qué tienen estas historietas que han arrebatado a los lectores durante cinco décadas –traducidas en todas las lenguas imaginables– que se hicieron animadas en ocho filmes y dieron paso al parque de atracciones más visitado de Francia? Varias cosas. Yo puedo recordar de ellas hasta el lugar donde las descubrí, en una revistería céntrica de Guayaquil durante los setentas y me hice devota de sus páginas. Las conservo con veneración y les doy una mirada cariñosa cuando el cansancio mental me agobia. En las páginas de Astérix y Obélix se admiran todas las cualidades de buen cómic, desde el texto ingenioso e inteligente hasta los dibujos originales y caracterizadores que consiguieron hacer de la pareja protagonista un dueto justiciero y amistoso bien plantado en rasgos específicos: Astérix es valiente, agudo, de cuerpo pequeño y fiero batallador; Obélix es enorme, lento, ingenuo como un niño y sus puñetazos están conducidos por una fuerza extraordinaria.
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Detrás de las anécdotas y dibujos hay investigación, historia fiel. Los galos descienden de los celtas (que usen una poción mágica para resistir al asedio romano, es otra cosa), se vistieron con calzones y sayones de colores, usaron cascos de bronce con adornos vistosos y hasta se afeitaron con navajas, que se conocen hoy por hallazgos arqueológicos. Los autores no renunciaron a su libertad creativa e introdujeron cambios: Obélix, constructor de menhires tiene un oficio que no corresponde a su tiempo (el menhir, alto monumento de piedra, es prehistórico), o la aldea con sus casitas armónicas con jardincitos frontales, más parecen residenciales contemporáneas.
Julio César no podrá dominar esa aldea como a cualquier otra de su larga conquista. Por tanto emplea estrategias, trampas psicológicas. Recuerdo el álbum titulado La cizaña, donde un personajillo nefasto introduce la discordia entre los habitantes y casi consigue la incursión de los romanos. Así fueron desfilando los juegos olímpicos, la visita al Egipto de Cleopatra, el traslado a la Hispania, forzando un poco la Historia, jugando ingeniosamente con las palabras, para sostener un mundo de ficción que como tal, tiene su sello único.
Aunque Alain Delon haya sido el Julio César de la pantalla y Gérard Depardieu un convincente Obélix, yo sigo fiel a los dibujos de Goscinny.
Son buenos compañeros en mi memoria.